Erase una vez en algún
lugar de Cullera…
Aquel verano reservaba
una grata sorpresa, los hábitos no por muy repetidos están exentos de
ofrecernos un regalo en nuestras vidas y lo que era una rutina de casi a
diario, se lo puso en el camino; como cada tarde en los últimos años, con el
inicio del verano comenzaba su peregrinaje por las heladerías de la ciudad
costera en la que veraneaban, alternando sus dos establecimientos favoritos
disfrutarían de batidos, helados, granizados y otras delicatessen para el
paladar durante las siguientes semanas. Cada uno de aquellos lugares era
especialista en unos u otros caprichos helados y según estuviera el paladar del
grupo se elegía el destino de ese día.
Akvile era de la lejana
Lituania, llevaba varios años en el país y trabajaba en una de aquellas
heladerías; rubia y con la piel de porcelana destacaban en ella dos intensos
ojos azules, era guapa a rabiar pues el óvalo de su cara era la perfección en
rasgos eslavos, nada que envidiar a los rostros artísticos de los bellezones de
primer nivel del momento; siempre llevaba el pelo recogido en una larga coleta
anudada a varias alturas, aquel apéndice dorado se agitaba con cada uno de sus
movimientos apartándolo, en ocasiones, con un movimiento delicado de sus manos.
No era muy alta pero
estaba bien proporcionada, su polo negro mostraba unos brazos fuertes que no
paraban de manipular sobre las cubetas de cremoso helado, atendiendo los
pedidos; sus hola o que desean, sonaban a música celestial con aquel dejo
subliminal que denotaba su extranjería. Raro era verla un momento parada pero cuando lo hacía su mirada se
perdía entre las mesas barriendo todo el establecimiento, yo lo sabía, nos
tenía controlados aunque hiciera como que nos veía. De cintura estrecha, esta se anclaba en unas piernas cuyos pies
enfundaban sendas zapatillas negras las cuales flotaban deslizándose arriba y
abajo tras la barra mostrador; las neveras y su contenido helado eran su reino
y en él se desenvolvía con soltura.
Cada tarde era una
nueva experiencia, verla departir con la clientela mientras esperábamos ansiosos nuestros
batidos era todo un placer; buscar una mesa con visión directa sobre su terreno
era un objetivo ineludible que una vez conseguido, mejoraba los momentos allí
pasados. Las tardes eran tranquilas, sin horarios que cumplir, teníamos todo el
tiempo del mundo y aquellos ratos en la heladería ayudaban a llenarlo de manera
placentera ya no solo para el paladar, también para la vista; la gente iba y
venía, las mesas se llenaban y vaciaban a un ritmo alegre, por momentos frente
a las neveras se acumulaba un público expectante, sus miradas exploraban
aquellas vitrinas repletas de cubetas llenas hasta el borde de cremoso y frío
helado. Akvile y sus compañeras atendían como jabatas a la masa sedienta de
sabores, llenaban tarrinas de volumen variado, largos cucuruchos pasaban de
mano en mano, la batidora no dejaba de pulverizar el cremoso helado que mezclado con leche,
llenaba altos vasos convertidos en deliciosos batidos.
La actividad en el
local era frenética y sus dieciocho empleados funcionaban como una máquina bien
engrasada, unos en cocina, otros tras la barra, el resto entre las mesas pero
todos actuando bien compenetrados dando un servicio eficaz y rápido. Entre todo
aquel pequeño ejército vestido de negro destacaba ella con sus rubios cabellos,
su mirada turquesa cautivaba a la clientela que se posaba ante sus neveras,
otros fuimos hechizados desde la distancia.
Un día apareció un
chico cuya vestimenta lo identificaba como de un gremio incierto, portaba una
gorra azul con visera curva, hacía juego con su indumentaria, pantalones y
camisa azules en cuya espalda un gran rótulo blanco rezaba “La Gardenia – Arreglos florales”;
llevaba en una mano un gran ramo de rosas, blancas y rojas; el tipo aquel llamó
nuestra atención. ¿Quién sería la destinataria? ¿Quién el remitente? Lo
seguimos con la vista mientras se abría paso entre las mesas; se dirigió al
interior y allí junto a la barra se le acercó un empleado con el que
intercambió unas palabras, todas las miradas estaban puestas en ellos,
expectantes, curiosas.
El hombre de negro giró
la cabeza en dirección a las neveras con una ligera sonrisa en los labios, allí
una sorprendida Akvile se dio por aludida al ver andar hacía a ella al tipo
vestido de azul ante los cuchicheos y sonrisas cómplices de sus compañeras;
tras confirmarle que era ella la destinataria le hizo entrega de las flores que
ella cogió por encima de las vitrinas heladas,
tras lo cual el hombre de azul dio media vuelta y abandonó el local.
Entre las rosas, sujeta a uno de los tallos, había una tarjeta que ella abrió
curiosa por descubrir el origen de tan inesperado envío; todas las miradas
estaban pendientes de aquella tarjeta y de la reacción de Akvile al leer su
contenido aunque todos intentaban disimularlo.
Sus ojos brillaron al
abrir el pequeño sobre tras lo cual se acercó el ramo a su rostro llenando sus
pulmones con la fragancia de aquellas docenas de rosas anónimas, los cuchicheos
continuaron pero poco a poco todo fue cogiendo su ritmo y cada uno volvió a lo
suyo, solo Akvile quedó intrigada por aquel
presente de procedencia incierta. La jornada continuó desgranando sus
minutos al ritmo que se estaba acostumbrado, los clientes iban y venían, se
aglomeraban frente a las vitrinas heladas u ocupaban las mesas del salón, todo
había vuelto a la normalidad salvo el corazón de una rubia tocada por las
hadas, que seguía acelerado e intrigado por el origen de tan grato presente.
Sabía que había sido el
centro de todas las miradas y no solo de sus compañeros también de los
clientes, su piel de porcelana se había sonrojado en un primer momento pero
este ya quedó atrás y ahora estaba allí, con las flores y una multitud que reclamaba sus helados ansiosos por
saborearlos; sus brazos empezaron a manipular dentro y fuera de las cubetas
llenando tarrinas y cucuruchos con la rapidez y eficacia de costumbre, pronto
los clientes satisfechos fueron desfilando ante sus neveras alejándose sonrientes
con sus caras inyectadas en placer.
Es lo que tiene el
verano y las caras bonitas, siempre van unidas y en ocasiones te sorprenden
donde menos te lo esperas, un lugar visitado con asiduidad y sin mayor
relevancia puede dar un giro radical con la presencia de un rostro atractivo;
Akvile tenía un magnetismo especial que quizás ni ella sabía poseer, verla en
su trabajo era un placer para los sentidos los cuales se ponían en guardia para
captar toda su esencia. El verano acabó y con él aquella chica de larga coleta
rubia como el oro, se esfumo como el humo de una hoguera, dejando un grato
recuerdo tanto en la memoria como en nuestras retinas.
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