Eran tiempos
de estudio y cervezas, aquel grupo de jóvenes universitarios hacía un curso
puente que les permitiera entrar en la facultad soñada, la cual les había
vetado sus puertas al no alcanzar la nota de acceso requerida, era la época en
que empezaban a imponerse los números clausus y eso había generado no pocas
revueltas y encierros como muestra de rechazo. Una vez amainada la tormenta,
hubo que espabilar y encontrar plaza en alguna de las otras opciones existentes
y allí se encontraron los seis. Ellas ya se conocían de antes y eran amigas
pues procedían del mismo colegio, por su parte ellos eran completos
desconocidos y no habían tenido ningún contacto previo; no sabría decir que los
unió pero no tardaron en hacer piña común compartiendo horas de estudio y ocio.
El ritmo en
el campus era muy diferente al de los colegios de los que procedían, en el
ambiente flotaba una libertad que había que saber gestionar para no verse
abocado al fracaso; allí, a diferencia de la vida académica vivida hasta el
momento, nadie estaba pendiente de uno y cada cual debía ponerse las pilas por
su cuenta si quería avanzar en ese nuevo mundo universitario. El campus era de
reciente construcción y aún quedaba mucho por hacer pero para ellos aquello era
otra vida, todo era nuevo y aunque su estancia allí fuera ser transitoria,
esperaban sacarle todo el jugo posible y quién sabe si algo más.
Los meses
fueron pasando y entre aquellos seis jóvenes se creó un fuerte vínculo de
amistad; las horas de clases se veían alternadas por largas estancias en la
cafetería del campus, sobre cuyas mesas escampaban montones de folios con sus
apuntes que compartían y revisaban aliviados por refrescos y algún bocado.
Aquel edificio era su válvula de escape dentro del horario lectivo, allí
acudían y se explayaban cuando quedaba alguna hora libre entre clase y clase;
con la llegada del buen tiempo también buscaron el asueto y diversión fuera del
campus, estableciendo una tarde a la
semana para su particular excursión marinera, repartida esta entre los juegos
de mesa llevados a cabo en un entorno privilegiado y las visitas de aventura al
espigón norte del puerto.
Una de las
chicas criada en un entorno militar, tenía un juego de Risk; en él se
desarrollaban batallas con el objetivo de conquistar territorios y ya se sabe,
quien al final de la partida había logrado arrebatar más terreno al adversario
ganaba la guerra. Aquel juego de estrategia militar les ocupó muchas horas en
sus tardes marineras, las partidas tenían lugar en el interior de un pequeño
velero con poco más de diez metros de eslora propiedad del padre de uno de los
chicos, amarrado en el club náutico de la ciudad.
Allí
llegaban una tarde cada semana a principios de la primavera, cuando la piel ya
empezaba a tener ganas de sol, sobre cubierta retozaban y se reían con las
bromas que unos y otros se gastaban mientras sus rostros eran acariciados por
una suave brisa; más tarde bajaban al gran camarote central que hacía las veces
de comedor salón y tras desplegar el tablero del Risk sobre la mesa, empezaban
una nueva partida por ver quien conquistaba el mundo. Siempre había quien ajeno
al juego, se tumbaba sobre alguna de las literas o quedaba en cubierta
disfrutando de los últimos rayos de sol; aquellas tardes de Risk robadas al
estudio, eran esperadas por todos y en ellas los lazos que los unían fueron
haciéndose más fuertes.
En otras
ocasiones la escapada semanal los llevaba al puerto y en él, el punto elegido
para su pequeña aventura era el extremo más alejado del espigón que cerraba la
dársena por el norte; se podía llegar hasta él con los vehículos y al final un
gran ensanche permitía aparcar sin dificultad. Una vez allí, trepar por los
grandes bloques de piedra granítica que formaban la barrera artificial
configurando esa parte del puerto, era su objetivo. Los bloques de piedra
dejados caer unos sobre otros a lo largo de varios centenares de metros,
formaban una muralla irregular apoyada sobre un gran muro de hormigón por cuyo
extremo superior se prolongaba una improvisada pasarela para los viandantes;
entre las grandes rocas, pasadizos y recovecos eran todo un reto exploratorio
que en ocasiones se veía imposibilitado por las olas del mar, que en su vaivén
interminable, entraban y salían entre la pétrea barrera.
Aquella
chica de rubios cabellos y blusa blanca, siempre enfundada en sus
característicos vaqueros de talle alto y largas botoneras frontales, cuya marca
tenía nombre de golosina chiripitifláutica, trepaba por las enormes rocas
buscando su cima; siempre tenía una sonrisa en los labios y nunca pasaba
inadvertida entre la multitud, con la frente cubierta por finas perlas de un
sudor incipiente provocado por el esfuerzo, fue avanzando en su ascenso
mientras desde arriba uno de los chicos inmortalizaba el momento con su cámara
fotográfica. Aquellas tardes de escollera merecían un registro gráfico que
pasara a la posteridad aunque no todos estaban por la labor de salir en dicho
registro, especialmente una de las chicas tenía verdadera aversión a salir en
las fotos, de nombre angelical no había forma de sacarle un buen plano, siempre
se movía en el último momento o buscaba las sombras de las imponentes piedras
para ocultar su rostro.
Lo pasaban
bien en aquel puzzle de formas imposibles, se retaban en habilidad y no siempre
ganaba quien se esperaba, las risas y el buen humor reinaban en el grupo al que
alguna vez se añadía algún invitado atraído por las habladurías que a sus oídos
llegaban, normalmente en la cafetería del campus, de nuestras tardes de
escollera. En alguna ocasión se apuntaba un chico de los entonces considerados
progres, pelucón alborotado, gafas graduadas al estilo John Lennon, pañuelo
palestino al cuello y un macuto al hombro con chapas sobre la paz y el amor
libre, que sabría el tío de libertad con tan solo dieciocho años…
Aquel grupo
de jóvenes siguió asistiendo a clases, compartiendo apuntes en la cafetería,
jugando al Risk en el pequeño velero y trepando a las rocas del espigón hasta
la llegada de los exámenes, tras estos y con el inicio del verano, cada uno
tomó un camino diferente y a su vuelta, ya nada fue igual. Unos cambiaron de
facultad, otros permanecieron en la antigua y alguno quedó en el camino
diluyéndose en el recuerdo; aquel primer año universitario dejó muy buenos
momentos en sus memorias, con sus luces y sus sombras fue un año de
aprendizaje, de convivencia, de descubrimientos, algunos tuvieron amores
fugaces, otros sufrieron pérdidas irreparables, pero todos crecieron como
personas dispuestas a enfrentarse al mundo de los adultos al que habían pasado
a formar parte.