Con la llegada del verano los sentidos se despiertan a
la luz y a los días largos, ya empezaron a hacerlo al irrumpir la primavera
tras meses de un sutil adormecimiento invernal; la vista nos pide perderse en espacios
abiertos, el olfato ser invadido por aromas silvestres, el tacto añora las
caricias del sol sobre una piel oculta durante meses, el oído quiere ser
llenado con el rumor del mar o el viento de las montañas y el gusto, caprichoso
y variado, ansía el fruto helado por excelencia de esta época del año.
Las playas abren la temporada, ansiosas por ofrecer
sus servicios y con ellas un nutrido grupo de establecimientos se preparan para
recibir a cientos de miles de foráneos y vecinos que sedientos de asueto,
acuden buscando unos días de descanso y desconexión a sus rutinarias
existencias. La temporada es corta, apenas dos meses, y en ella hay que rendir
al máximo para recoger un buen fruto que permita a sus soldados seguir en la
brecha un año más.
Como unos más de esos cientos de miles de almas
nosotros acudíamos a una de esas playas
junto al Mediterráneo, allí teníamos nuestros cuarteles de verano y en ellos
cambiábamos el chip de nuestras vidas durante unas semanas; siempre eran pocas
y se hacían muy cortas pero en ellas nos dejábamos llevar por el capricho de
nuestros sentidos sorprendiéndonos cada año con algún detalle inesperado.
Bares, cafeterías, restaurantes y locales de comida
rápida, hoteles y tiendas de refrescos, supermercados y puestos ambulantes de
comida incierta, destacando sobre todos ellos y con un papel relevante a lo
largo de los paseos marítimos de todas las playas de nuestro litoral, surgían
con fuerza las heladerías, locales emblemáticos de la época estival; Pistacho
era uno de ellos y nosotros éramos asiduos de él acercándonos a sus mesas casi
a diario.
Situado frente al mar en un punto estratégico de la
bahía de Cullera, el local lo formaba una gran pérgola que abrazaba los bajos
de un edificio en cuyo centro se ubicaba el alma del negocio, medio centenar de
mesas se repartían bajo aquella cubierta retráctil que protegía de las
inclemencias del tiempo. Aquel lugar era una inacabable fábrica de sabores que
cada verano te sorprendía con nuevos néctares con los que regalar al paladar, sus
grandes neveras acristaladas mostraban en cubetas perfectamente alineadas, un sinfín de sabores y colores que atraían la vista y hacían dudar en el momento
de la elección.
Moviéndose entre aquellas mesas o detrás de la barra y
las grandes neveras, un pequeño ejército de profesionales atendía a los
clientes, anotaban sus encargos, preparaban los pedidos y servían con grandes
bandejas el refrescante género; entre aquellos soldados destacaba un grupo de
mujeres que bien fuera o tras el parapeto helado, eran el motor del establecimiento,
ellas siempre con una sonrisa en los labios, departían con la clientela a la
que nunca dejaban indiferente.
Allí estaba Susi, veterana y curtida en mil batallas,
controlando su sector y no dejando nunca en espera ninguna de las mesas que
tenía asignadas, se movía arriba y abajo siempre atenta a cualquier demanda que
se requiriera por parte de la clientela, era de las más antiguas y conocía el
negocio desde siempre, la primera en incorporarse, la última en salir.
Lidia era un sol, todo encanto y dulzura, con una
eterna sonrisa en los labios actuaba a un lado y otro de la barra; rebosando
simpatía nunca tenía un mal gesto, daba gusto tener unas palabras con ella pues
era una mujer cercana y entrañable difícil de olvidar, todos la querían.
Atrincherada tras la barra intentando pasar
desapercibida estaba Eva, nunca lo consiguió pues ya su atuendo deportivo
destacaba sobre el resto y la hacía singular; alta, guapa y con una
espectacular cabellera anudada en una larga coleta, se movía de forma elegante
yendo o viniendo dentro y fuera de la cocina, su sonrisa nunca caía en saco
roto, lástima que se prodigara tan poco a los ojos ajenos.
Tras las grandes neveras heladas estaba Akvile, era
una belleza eslava de ojos azules y rubios cabellos cuya visión hechizaba, su
piel de porcelana resaltaba sobre el negro de su indumentaria; batallaba en
varios frentes con rapidez y eficacia, tan pronto preparaba un batido como organizaba
la vajilla, servía unas cervezas como surtía de cremoso helado tarrinas o
cucuruchos y siempre con la nota del
encargo entre los labios la cual nadie sabía llevar de forma tan sugerente como
ella.
Al frente de este excelente poker de damas y alguna
más que quedó en el tintero junto a sus sufridos compañeros, Carmen,
capitaneando el barco con rumbo firme, sorteando todo tipo de dificultades, los
momentos de caos y desfallecimiento, la incertidumbre de cada nueva jornada,
las inclemencias del tiempo y su repercusión sobre la clientela; el verano iba
pasando y nosotros seguíamos acudiendo al Pistacho en busca de nuestros
ansiados refrescos.
Ahora, ya casi tocando a las puertas del otoño,
echamos la vista atrás y añoramos aquellos momentos, aquellas mujeres, aquellos
helados que tan gratamente endulzaron nuestros paladares en las tardes y noches
estrelladas; la luna fue testigo de nuestras idas y venidas, de nuestras
miradas fugaces, de nuestros corazones acelerados. Hoy a las puertas del otoño,
todo aquello es un mero recuerdo que anidará en el fondo de nuestras almas
esperando una nueva temporada en la que una vez más, el sueño se haga realidad
y con él nuestros sentidos vuelvan a agitarse.
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