Todas las
tardes salían a pasear, el largo paseo marítimo invitaba a darse una vuelta a
la caída de sol; el recorrido era casi siempre el mismo, hacia el sur buscando
la escollera que protegía la desembocadura de un cauce fluvial navegable o hacia el norte, acabando
la andadura en los aledaños de un hotel de playa muy concurrido durante la
época estival; casi cuatro kilómetros de extremo a extremo. Entre uno y otro,
salpicando todo el litoral, infinidad de torres de viviendas intercaladas entre
parques, jardines e instalaciones deportivas; en sus bajos, toda una oferta de
hostelería con cafeterías, restaurantes, locales de comida rápida y las reinas
del verano, las heladerías con sus terrazas y coloridos parasoles. Frente a
todos ellos y alfombrando la bahía, un manto de arena dorada surcado por miles
de huellas anónimas buscando el mar, que con sus besos de espuma blanca,
acariciaban la playa de este pequeño enclave turístico con su vaivén infinito.
Con
frecuencia hacían un alto en el camino, deteniéndose en alguno de los
establecimientos que encontraban a su paso pero no en cualquiera, tenían sus
preferencias; dos destacaban por encima del resto y en uno de ellos la vio por
primera vez. Eran asiduos de aquel establecimiento mixto que servía tanto
helados como pizzas y de ambos ofrecía una amplia gama; medio centenar de mesas se repartían entre la
terraza y una pérgola semicircular que envolvía al núcleo del establecimiento,
en este grandes neveras acristaladas haciendo las veces de mostrador, exponían
un gran surtido de helados con los sabores más sugerentes y frente a ellos, un
continuo ir y venir de clientes hacían sus pedidos muchas veces tras dudar en
su elección.
El personal
atendía las mesas con eficacia y rapidez, algunos eran conocidos de otras
temporadas, otros en cambio estaban allí por primera vez o al menos habían
pasado desapercibidos en ocasiones anteriores; tras las neveras un ejército de
manos abría y cerraba sus puertas sacando de las cubetas, perfectamente alineadas,
el material helado de un sinfín de colores con los que llenaban tarrinas y
cucuruchos atendiendo los pedidos. Allí estaba ella junto a sus compañeras,
batallando en un campo helado de sabores infinitos, todas se movían con
precisión como un engranaje bien engrasado, subían y bajaban la pequeña tarima
preparando los pedidos con la nota del encargo entre los labios, atendían a los
clientes y alimentaban la caja con sus importes, aclaraban sus dudas y ayudan a
elegir siempre con una sonrisa en los labios, eran las diosas del verano
saciando aquella multitud de gargantas sedientas de sabores refrescantes y
disolutos. Ella destacaba entre el grupo como el sol en un amanecer, como un
oasis en el desierto, como una isla en el océano; su sola presencia llenaba el
pequeño espacio por el que todas se movían como autómatas bajo la presión del
bullicio exterior.
Aquella
mujer caló al primer vistazo y se convirtió, junto con el batido de chocolate,
en un motivo más para seguir acudiendo a deleitarse, no solo ya el paladar,
sino también la vista. Mirar aquellos ojos azules como el cielo hacía
derretirse el helado que tenías entre las manos, su rostro de rasgos eslavos
era fino como el mármol, con un óvalo exquisito que atraía todas las miradas; su
piel pálida resaltaba sobre el negro de la indumentaria que la envolvía y un
pañuelo rojo anudado a su cabeza, dejaba escapar como una cascada de oro
fundido, su cabello rubio anudado en una larga coleta que acariciaba sus
hombros con cada giro de la cabeza. Era tan guapa que dolía mirarla.
Cada vez que
iban por allí, ocupaban una mesa desde la que poder ver aquellas vitrinas
heladas repletas de colores sugestivos; entre sorbo y sorbo de su espumoso
batido, él la buscaba con la mirada siguiendo todas sus evoluciones muchas
veces ajeno a la conversación que se tenía a su alrededor. Aquella chica de
rubios cabellos era como un imán para su persona, verla manipular sobre las
cubetas extrayendo su cremoso contenido o gesticular, aconsejando a unos y a
otros, era un regocijo para la vista; en ocasiones, las menos, tenía un momento
de respiro y entonces quedaba pensativa mirando la algarabía que se extendía a
su alrededor, era en esos momentos cuando su rostro relajado la convertía en
una valquiria sobre un pedestal de hielo multicolor, era la viva imagen de una
diosa vikinga traída a orillas del Mediterráneo.
Un día
cruzaron sus miradas, fue un encuentro fugaz pero suficiente para hacer saltar
la chispa de la pasión que en él llevaba ya varias semanas encendida, no estaba
preparado para aquel momento y lo pilló sorbiendo de su batido con la pajita
entre los labios, se maldijo por ello. Un nuevo aluvión de clientes hizo que
ella volviera a enfrascarse en su trabajo y aquel momento mágico se esfumó; él
siguió buscando su mirada durante todo el rato que estuvieron allí pero aquella
chica con piel de porcelana ya no volvió a mirar hacia donde ellos estaban, o
al menos él ya no la vio hacerlo. Cada vez que tenían que abandonar el local a
él se le rompía el alma, saberla tan cerca y a la vez tan distante le creaba un
nudo en el estómago difícil de sobrellevar, era una atracción inexplicable,
absurda, inesperada, pero el poco rato que estaba allí mirándola cada tarde
llenaba su vida de luz y color, de paz y alegría, de amor y deseo; su
magnetismo lo atraía hacia aquellas mesas, hacia aquel mostrador, hacia aquel
rostro tocado con hilos de oro que con su mirada había roto todas sus defensas.
Los días
pasaban y el pequeño grupo de amigos seguía acudiendo en busca de sus helados y
batidos, siempre ocupaban alguna mesa y por tanto no pedían en mostrador, lugar
destinado a quienes iban de paso; él procuraba siempre tenerla en su campo de
visión y allí luchaba ella con la clientela exigente repartiendo helados en
múltiples formatos bajo su atenta mirada. Sus esporádicas salidas de detrás de
las grandes neveras eran esperadas con ansiedad, en ellas podía contemplarla en
toda su plenitud; de estatura menuda pero bien andamiada, aquel cuerpo de
curvas atractivas se movía con agilidad siendo un regalo para los sentidos.
Siempre llevaba algo en las manos que dejar fuera del local momento que
aprovechaba para encenderse un cigarrillo que consumía furtivamente, luego con
pasos firmes y elegantes, volvía a entrar perdiéndose entre las mesas hasta
llegar a su trinchera helada donde como una curtida capitana, organizaba su
siguiente batalla.
El verano
terminó y poco a poco aquel enclave turístico fue quedando vacío, los edificios
apagaron sus luces y los locales fueron echando el cierre a la espera de una
nueva temporada. Él nunca llegaría a
saberlo pero aquella chica de rubios cabellos y profunda mirada turquesa,
esperó tarde tras tarde durante todo aquel verano, a que él se levantara de la
mesa y se acercara a su mostrador para pedirle uno de sus pintorescos helados,
quien sabe si tras aquel helado, la chispa que surgió en un cruce de miradas ya
lejano, habría prendido la llama de algo más dentro de sus corazones. Akvile
era su nombre, Lituania la tierra que la vio nacer.
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