miércoles, 4 de septiembre de 2013

LA CHICA DE LOS HELADOS

Todas las tardes salían a pasear, el largo paseo marítimo invitaba a darse una vuelta a la caída de sol; el recorrido era casi siempre el mismo, hacia el sur buscando la escollera que protegía la desembocadura de un cauce  fluvial navegable o hacia el norte, acabando la andadura en los aledaños de un hotel de playa muy concurrido durante la época estival; casi cuatro kilómetros de extremo a extremo. Entre uno y otro, salpicando todo el litoral, infinidad de torres de viviendas intercaladas entre parques, jardines e instalaciones deportivas; en sus bajos, toda una oferta de hostelería con cafeterías, restaurantes, locales de comida rápida y las reinas del verano, las heladerías con sus terrazas y coloridos parasoles. Frente a todos ellos y alfombrando la bahía, un manto de arena dorada surcado por miles de huellas anónimas buscando el mar, que con sus besos de espuma blanca, acariciaban la playa de este pequeño enclave turístico con su vaivén infinito.

Con frecuencia hacían un alto en el camino, deteniéndose en alguno de los establecimientos que encontraban a su paso pero no en cualquiera, tenían sus preferencias; dos destacaban por encima del resto y en uno de ellos la vio por primera vez. Eran asiduos de aquel establecimiento mixto que servía tanto helados como pizzas y de ambos ofrecía una amplia gama;  medio centenar de mesas se repartían entre la terraza y una pérgola semicircular que envolvía al núcleo del establecimiento, en este grandes neveras acristaladas haciendo las veces de mostrador, exponían un gran surtido de helados con los sabores más sugerentes y frente a ellos, un continuo ir y venir de clientes hacían sus pedidos muchas veces tras dudar en su elección.

El personal atendía las mesas con eficacia y rapidez, algunos eran conocidos de otras temporadas, otros en cambio estaban allí por primera vez o al menos habían pasado desapercibidos en ocasiones anteriores; tras las neveras un ejército de manos abría y cerraba sus puertas sacando de las cubetas, perfectamente alineadas, el material helado de un sinfín de colores con los que llenaban tarrinas y cucuruchos atendiendo los pedidos. Allí estaba ella junto a sus compañeras, batallando en un campo helado de sabores infinitos, todas se movían con precisión como un engranaje bien engrasado, subían y bajaban la pequeña tarima preparando los pedidos con la nota del encargo entre los labios, atendían a los clientes y alimentaban la caja con sus importes, aclaraban sus dudas y ayudan a elegir siempre con una sonrisa en los labios, eran las diosas del verano saciando aquella multitud de gargantas sedientas de sabores refrescantes y disolutos. Ella destacaba entre el grupo como el sol en un amanecer, como un oasis en el desierto, como una isla en el océano; su sola presencia llenaba el pequeño espacio por el que todas se movían como autómatas bajo la presión del bullicio exterior.


Aquella mujer caló al primer vistazo y se convirtió, junto con el batido de chocolate, en un motivo más para seguir acudiendo a deleitarse, no solo ya el paladar, sino también la vista. Mirar aquellos ojos azules como el cielo hacía derretirse el helado que tenías entre las manos, su rostro de rasgos eslavos era fino como el mármol, con un óvalo exquisito que atraía todas las miradas; su piel pálida resaltaba sobre el negro de la indumentaria que la envolvía y un pañuelo rojo anudado a su cabeza, dejaba escapar como una cascada de oro fundido, su cabello rubio anudado en una larga coleta que acariciaba sus hombros con cada giro de la cabeza. Era tan guapa que dolía mirarla.

Cada vez que iban por allí, ocupaban una mesa desde la que poder ver aquellas vitrinas heladas repletas de colores sugestivos; entre sorbo y sorbo de su espumoso batido, él la buscaba con la mirada siguiendo todas sus evoluciones muchas veces ajeno a la conversación que se tenía a su alrededor. Aquella chica de rubios cabellos era como un imán para su persona, verla manipular sobre las cubetas extrayendo su cremoso contenido o gesticular, aconsejando a unos y a otros, era un regocijo para la vista; en ocasiones, las menos, tenía un momento de respiro y entonces quedaba pensativa mirando la algarabía que se extendía a su alrededor, era en esos momentos cuando su rostro relajado la convertía en una valquiria sobre un pedestal de hielo multicolor, era la viva imagen de una diosa vikinga traída a orillas del Mediterráneo.

Un día cruzaron sus miradas, fue un encuentro fugaz pero suficiente para hacer saltar la chispa de la pasión que en él llevaba ya varias semanas encendida, no estaba preparado para aquel momento y lo pilló sorbiendo de su batido con la pajita entre los labios, se maldijo por ello. Un nuevo aluvión de clientes hizo que ella volviera a enfrascarse en su trabajo y aquel momento mágico se esfumó; él siguió buscando su mirada durante todo el rato que estuvieron allí pero aquella chica con piel de porcelana ya no volvió a mirar hacia donde ellos estaban, o al menos él ya no la vio hacerlo. Cada vez que tenían que abandonar el local a él se le rompía el alma, saberla tan cerca y a la vez tan distante le creaba un nudo en el estómago difícil de sobrellevar, era una atracción inexplicable, absurda, inesperada, pero el poco rato que estaba allí mirándola cada tarde llenaba su vida de luz y color, de paz y alegría, de amor y deseo; su magnetismo lo atraía hacia aquellas mesas, hacia aquel mostrador, hacia aquel rostro tocado con hilos de oro que con su mirada había roto todas sus defensas.

Los días pasaban y el pequeño grupo de amigos seguía acudiendo en busca de sus helados y batidos, siempre ocupaban alguna mesa y por tanto no pedían en mostrador, lugar destinado a quienes iban de paso; él procuraba siempre tenerla en su campo de visión y allí luchaba ella con la clientela exigente repartiendo helados en múltiples formatos bajo su atenta mirada. Sus esporádicas salidas de detrás de las grandes neveras eran esperadas con ansiedad, en ellas podía contemplarla en toda su plenitud; de estatura menuda pero bien andamiada, aquel cuerpo de curvas atractivas se movía con agilidad siendo un regalo para los sentidos. Siempre llevaba algo en las manos que dejar fuera del local momento que aprovechaba para encenderse un cigarrillo que consumía furtivamente, luego con pasos firmes y elegantes, volvía a entrar perdiéndose entre las mesas hasta llegar a su trinchera helada donde como una curtida capitana, organizaba su siguiente batalla.



El verano terminó y poco a poco aquel enclave turístico fue quedando vacío, los edificios apagaron sus luces y los locales fueron echando el cierre a la espera de una nueva temporada.  Él nunca llegaría a saberlo pero aquella chica de rubios cabellos y profunda mirada turquesa, esperó tarde tras tarde durante todo aquel verano, a que él se levantara de la mesa y se acercara a su mostrador para pedirle uno de sus pintorescos helados, quien sabe si tras aquel helado, la chispa que surgió en un cruce de miradas ya lejano, habría prendido la llama de algo más dentro de sus corazones. Akvile era su nombre, Lituania la tierra que la vio nacer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario