viernes, 27 de septiembre de 2013

CRUCE DE MIRADAS

Corría la segunda mitad de los años 70 en una ciudad mediterránea, tiempos convulsos inmersos en una incierta transición, el caudillo había pasado a mejor vida reuniéndose con su hacedor y aquí en la patria, unos cuantos se frotaban las manos a la espera de repartirse el pastel; las gentes despertaban de un sueño que había durado cuarenta años y que para muchos fue vivido como una pesadilla. La supuesta represión se había cebado, supuestamente, con unos mientras otros nunca supieron de su existencia puesto que lo que para unos era represión, censura, dirigismo y manipulación, para otros era tan solo ley y orden; está claro que nunca ha llovido a gusto de todos y mucho menos en lo referente a la política.

Las calles estaban tranquilas y la paz social sorprendía fuera de nuestras fronteras, nadie esperaba la forma civilizada en la que se dio el relevo pero así somos aquí, cuando nos ponemos nos lucimos y somos ejemplo del bien hacer pero joder, como nos cuesta ponernos; de un día para otro muchos dejaron la clandestinidad, se legalizaron partidos proscritos y hasta dejaron de estar mal vistos los zurdos. Por aquellos tiempos Jako, al que más tarde llamarían cara cortada por la facilidad que tenía para cortase cada vez que se afeitaba, vivía sus años de adolescencia sin ningún estigma a sus espaldas, iba a un colegio bien fuera de la ciudad, salía con sus amigos y pasaba los veranos a caballo entre el chalet de sus padres en una urbanización de postín y el pueblo de sus abuelos.

En aquel escenario de catarsis social y política, en el que todo el mundo tenía grandes esperanzas de cambio y libertad, se vieron por primera vez. No fue un verdadero encuentro, tan solo un fugaz intercambio de miradas mientras cruzaban una calle en un barrio céntrico, ambos con quince años y acompañados respectivamente por la madre y la hermana siguieron sus caminos con destinos diferentes; la hermana de Jako la conocía pues iban al mismo colegio aunque a cursos diferentes y eso hizo que al cruzarse ambas se saludaran.


Aquella cara angelical, aquel pelo salvaje, aquellas formas en ciernes pero sobre todo,  aquellos ojos verdes de brillo infinito, no dejaron indiferente a un sorprendido Jako que picado por la curiosidad, enseguida quiso saber más sobre aquella preciosa niña ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿De qué  se conocían? Un  aluvión de preguntas machacaron a su hermana a partir de ese momento durante el resto de la tarde; él aun no lo sabía pero aquel fugaz cruce de miradas había encendido una llama que ya nunca se apagaría a pesar de los infortunios que la vida iba a depararle.

Tanto le insistió Jako durante los días siguientes que al final su hermana les organizó un encuentro, el lugar elegido un banco del jardín central de la gran vía próxima al colegio de monjas donde las muchachas asistían a clase; esa primera vez todo fue muy rápido, sin tiempo a disfrutarlo, ella acudió con un amiga, él con un amigo, la hermana tan solo se quedó lo justo para hacer las presentaciones y reírse un poco de la situación.

Aquel encuentro tuvo la magia suficiente para ser el primero de otros muchos, los dos acompañantes mutuos con los años quedaron en el olvido escribiendo tan solo las primeras páginas de su historia; unas veces en grupo y otras ellos solos, siguieron viéndose en multitud de ocasiones a lo largo de su adolescencia, durante la cual ella fue convirtiéndose en una mujer encantadora. Su relación sin llegar nunca a ser oficial, si fue especial pasando de la amistad al derecho al roce en el transcurso de unos meses aunque siempre prevaleció la primera; como el Guadiana que oculta y exhibe su cauce a lo largo de su recorrido, sus caminos se unían y separaban en el tiempo sin una periodicidad concreta, ambos sabían que se tenían si se buscaban y lo hacían con frecuencia.

El primer beso creó una gran confusión en Jako, tuvo la sensación de estar abriendo una puerta y cerrando otra tras de sí, el miedo por perder a la amiga lo invadió y sus ojos se humedecieron, nunca se lo dijo; fue cálido, suave como la piel de un melocotón, olía a hierba fresca recién cortada y su boca buscó más, encontrándolos entre sus  labios húmedos. Los meses fueron pasando y con ellos las estaciones, acabaron el bachiller y entraron en la universidad, ella en Derecho, él en Ciencias Biológicas; durante todo ese tiempo muchos fueron los momentos compartidos, los pups y bares visitados, las cervezas ingeridas, las risas contagiadas, las caricias y besos recibidos, las miradas cómplices en ocasiones llenas de lujuria y deseo contenido que antes o después encontraban su válvula de escape.

Así creció una amistad cuya verdadera esencia aún estaba por descubrir y esto no ocurriría hasta muchos años después de aquellos días, cuando ambos ya se consideraban perdidos el uno para el otro y tras toda una vida separados pero esto es otra historia que tal vez algún día será escrita, de momento volvamos a los tiempos de estudios y vida disoluta. El tiempo pasaba y ambos jóvenes creaban su mundo unas veces juntos y otras separados pero siempre girando dentro de un mismo universo, su ciudad, sus barrios, sus entornos comunes.


Es curioso que Jako siempre tuviera amigas procedentes del mismo colegio al que ella iba, de hecho varias de sus relaciones se originaron en el mismo vivero, pero ninguna dejó la huella imperecedera de aquellos ojos verdes, nada que ver con el resto. ¿Por qué alguien puede llegar a calar tan hondo? Nada lo justifica pero así es la vida y así son las personas, aquellos tiempos de descubrimientos mutuos, de cambios hormonales compartidos, de experiencias atrevidas e inconscientes, de primeras veces en muchas cosas, hizo que se crearan vínculos no escritos que ya nunca llegarían a romperse, a pesar de la  larga separación que tendría lugar entre ambos unos años después; su historia quedó latente en lo más hondo de sus corazones pero la llama que un día se encendió con un cruce de miradas en un barrio céntrico de la ciudad, nunca llegó a apagarse, tan solo quedó a la espera de que un soplo de viento volviera a avivar su  fuego.

jueves, 19 de septiembre de 2013

EL BATIDO DEL PISTACHO

Era su preferido, no había otro igual, de sabores variados él siempre pedía el de chocolate, se pirraba por aquel chocolate espumoso que paladeaba con deleite; la variante con nata no estaba acertada pues desvirtuaba aquel placer para los sentidos, su sola visión en vaso alto ya te hacía salivar esperando su contacto dentro de la boca. Aquel cambio de texturas entre el líquido espeso y la espuma cremosa que lo cubría era un regalo para el paladar, diminutos trocitos de chocolate negro aderezaban el fondo de aquel fluido de dioses jugando alrededor de una larga pajita.

Su amigo Pancho no coincidía con él, este prefería el de Lorenzo, en el otro extremo de la bahía, aquel era más líquido, tenía menos cuerpo aunque siempre solía adulterarlo con una bola de vainilla ¡sacrilegio! pensaba Carlos viendo echar a perder la pureza del cacao. Desde siempre Pistacho y sus batidos, habían sido su heladería preferida así que se veían obligados a alternar ambos establecimientos para contentar a todos los paladares.

Pepe, el tercer miembro del trio bananero, era más de  granizados, el de yougurt o el de café, eran lo suyo; no había que olvidar la Golosa que solía pedir su mujer, aquello era pecado puro sin posibilidad de penitencia que lo redimiera. Sobre  una copa metálica, se presentaba aquella creación del diablo compuesta por una enorme bola de chocolate puro sobre la cual se elevaba en precario equilibrio, una columna de nata culminada por perlas de chocolate negro. Cada cucharada de aquel manjar prohibido, hacía brillar los ojos de la pecadora ante el acto ignominioso que suponía aquello para una alimentación equilibrada.

No obstante el batido del Pistacho era otra cosa para él, implicaba todo un ceremonial casi siempre acompañado por un paquete de rosquilletas que devoraban con avidez; ese verano además tuvo otro ingrediente inesperado que hizo su sabor aún más apetecible, la guinda a aquel néctar para los labios tenía el cabello rubio como el oro, recogido en una bonita coleta que brotaba a través de un discreto gorrito rojo, nunca supimos en qué medida colaboraba en la elaboración de aquellos batidos, pero el mero hecho de verla moverse entre los helados llenando vasos, tarrinas o cucuruchos, hacía que estos supieran mucho mejor.


Volviendo al rico fluido que hasta allí lo arrastraba verano tras verano, este nunca lo dejaba indiferente, cada vez que llenaba su boca era todo un descubrimiento que hacía olvidar la última vez; aquel sabor era nuevo y desconcertante, era su droga veraniega de la que no podía pasar más de dos días seguidos. La elección entre uno y otro local era un tira y afloja continuo, tomárselo en el de Lorenzo aun estando bueno, era privarse del de Pistacho con vistas a la rubia incluidas, por tanto el momento de decidirse por uno de los dos establecimientos era siempre un tema delicado.

El personal de ambos  era agradable y servicial pero claro, Lorenzo no tenía musa y eso era un handicap a tener en cuenta puesto que en verano uno no solo quiere que le alegren el paladar, si es posible por el mismo precio que también lo hagan con la vista. Y así transcurrían las tardes de terraza en un verano no muy caluroso que poco a poco iba descontando días en el calendario, como en una tarjeta prepago nuestro saldo de batidos y helados iba disminuyendo a medida que lo hacían las jornadas, intentar estirarlas al máximo solo daba para veinticuatro horas, una vez estas consumidas otro dígito era tachado en el almanaque.


Pero el batido del Pistacho se mantenía invariable a través del tiempo, año  tras año aquel néctar deleitaba a cientos de paladares y con el declive de la época estival, aquel fluido mágico no solo se reconvertía sino que adquiría más fuerza para seguir triunfando con cada nueva temporada. El batido de chocolate en vaso alto con su espuma cremosa, salpicado de virutas de negro cacao era todo un signo de identidad en aquella bahía bañada por las aguas del Mediterráneo. Nosotros seguiríamos acudiendo allí a dejarnos embelesar por su suave y única textura.

jueves, 12 de septiembre de 2013

LA FABRICA DE SABORES

Con la llegada del verano los sentidos se despiertan a la luz y a los días largos, ya empezaron a hacerlo al irrumpir la primavera tras meses de un sutil adormecimiento invernal; la vista nos pide perderse en espacios abiertos, el olfato ser invadido por aromas silvestres, el tacto añora las caricias del sol sobre una piel oculta durante meses, el oído quiere ser llenado con el rumor del mar o el viento de las montañas y el gusto, caprichoso y variado, ansía el fruto helado por excelencia de esta época del año.
Las playas abren la temporada, ansiosas por ofrecer sus servicios y con ellas un nutrido grupo de establecimientos se preparan para recibir a cientos de miles de foráneos y vecinos que sedientos de asueto, acuden buscando unos días de descanso y desconexión a sus rutinarias existencias. La temporada es corta, apenas dos meses, y en ella hay que rendir al máximo para recoger un buen fruto que permita a sus soldados seguir en la brecha un año más.
Como unos más de esos cientos de miles de almas nosotros acudíamos a una de esas  playas junto al Mediterráneo, allí teníamos nuestros cuarteles de verano y en ellos cambiábamos el chip de nuestras vidas durante unas semanas; siempre eran pocas y se hacían muy cortas pero en ellas nos dejábamos llevar por el capricho de nuestros sentidos sorprendiéndonos cada año con algún detalle inesperado.
Bares, cafeterías, restaurantes y locales de comida rápida, hoteles y tiendas de refrescos, supermercados y puestos ambulantes de comida incierta, destacando sobre todos ellos y con un papel relevante a lo largo de los paseos marítimos de todas las playas de nuestro litoral, surgían con fuerza las heladerías, locales emblemáticos de la época estival; Pistacho era uno de ellos y nosotros éramos asiduos de él acercándonos a sus mesas casi a diario.
Situado frente al mar en un punto estratégico de la bahía de Cullera, el local lo formaba una gran pérgola que abrazaba los bajos de un edificio en cuyo centro se ubicaba el alma del negocio, medio centenar de mesas se repartían bajo aquella cubierta retráctil que protegía de las inclemencias del tiempo. Aquel lugar era una inacabable fábrica de sabores que cada verano te sorprendía con nuevos néctares con los que regalar al paladar, sus grandes neveras acristaladas mostraban en cubetas perfectamente alineadas,  un sinfín de sabores y colores que  atraían la vista y hacían dudar en el momento de la elección.
Moviéndose entre aquellas mesas o detrás de la barra y las grandes neveras, un pequeño ejército de profesionales atendía a los clientes, anotaban sus encargos, preparaban los pedidos y servían con grandes bandejas el refrescante género; entre aquellos soldados destacaba un grupo de mujeres que bien fuera o tras el parapeto helado, eran el motor del establecimiento, ellas siempre con una sonrisa en los labios, departían con la clientela a la que nunca dejaban indiferente.
Allí estaba Susi, veterana y curtida en mil batallas, controlando su sector y no dejando nunca en espera ninguna de las mesas que tenía asignadas, se movía arriba y abajo siempre atenta a cualquier demanda que se requiriera por parte de la clientela, era de las más antiguas y conocía el negocio desde siempre, la primera en incorporarse, la última en salir.
Lidia era un sol, todo encanto y dulzura, con una eterna sonrisa en los labios actuaba a un lado y otro de la barra; rebosando simpatía nunca tenía un mal gesto, daba gusto tener unas palabras con ella pues era una mujer cercana y entrañable difícil de olvidar, todos la querían.
Atrincherada tras la barra intentando pasar desapercibida estaba Eva, nunca lo consiguió pues ya su atuendo deportivo destacaba sobre el resto y la hacía singular; alta, guapa y con una espectacular cabellera anudada en una larga coleta, se movía de forma elegante yendo o viniendo dentro y fuera de la cocina, su sonrisa nunca caía en saco roto, lástima que se prodigara tan poco a los ojos ajenos.
Tras las grandes neveras heladas estaba Akvile, era una belleza eslava de ojos azules y rubios cabellos cuya visión hechizaba, su piel de porcelana resaltaba sobre el negro de su indumentaria; batallaba en varios frentes con rapidez y eficacia, tan pronto preparaba un batido como organizaba la vajilla, servía unas cervezas como surtía de cremoso helado tarrinas o cucuruchos y  siempre con la nota del encargo entre los labios la cual nadie sabía llevar de forma tan sugerente como ella.
Al frente de este excelente poker de damas y alguna más que quedó en el tintero junto a sus sufridos compañeros, Carmen, capitaneando el barco con rumbo firme, sorteando todo tipo de dificultades, los momentos de caos y desfallecimiento, la incertidumbre de cada nueva jornada, las inclemencias del tiempo y su repercusión sobre la clientela; el verano iba pasando y nosotros seguíamos acudiendo al Pistacho en busca de nuestros ansiados refrescos.

Ahora, ya casi tocando a las puertas del otoño, echamos la vista atrás y añoramos aquellos momentos, aquellas mujeres, aquellos helados que tan gratamente endulzaron nuestros paladares en las tardes y noches estrelladas; la luna fue testigo de nuestras idas y venidas, de nuestras miradas fugaces, de nuestros corazones acelerados. Hoy a las puertas del otoño, todo aquello es un mero recuerdo que anidará en el fondo de nuestras almas esperando una nueva temporada en la que una vez más, el sueño se haga realidad y con él nuestros sentidos vuelvan a agitarse.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

LA CHICA DE LOS HELADOS

Todas las tardes salían a pasear, el largo paseo marítimo invitaba a darse una vuelta a la caída de sol; el recorrido era casi siempre el mismo, hacia el sur buscando la escollera que protegía la desembocadura de un cauce  fluvial navegable o hacia el norte, acabando la andadura en los aledaños de un hotel de playa muy concurrido durante la época estival; casi cuatro kilómetros de extremo a extremo. Entre uno y otro, salpicando todo el litoral, infinidad de torres de viviendas intercaladas entre parques, jardines e instalaciones deportivas; en sus bajos, toda una oferta de hostelería con cafeterías, restaurantes, locales de comida rápida y las reinas del verano, las heladerías con sus terrazas y coloridos parasoles. Frente a todos ellos y alfombrando la bahía, un manto de arena dorada surcado por miles de huellas anónimas buscando el mar, que con sus besos de espuma blanca, acariciaban la playa de este pequeño enclave turístico con su vaivén infinito.

Con frecuencia hacían un alto en el camino, deteniéndose en alguno de los establecimientos que encontraban a su paso pero no en cualquiera, tenían sus preferencias; dos destacaban por encima del resto y en uno de ellos la vio por primera vez. Eran asiduos de aquel establecimiento mixto que servía tanto helados como pizzas y de ambos ofrecía una amplia gama;  medio centenar de mesas se repartían entre la terraza y una pérgola semicircular que envolvía al núcleo del establecimiento, en este grandes neveras acristaladas haciendo las veces de mostrador, exponían un gran surtido de helados con los sabores más sugerentes y frente a ellos, un continuo ir y venir de clientes hacían sus pedidos muchas veces tras dudar en su elección.

El personal atendía las mesas con eficacia y rapidez, algunos eran conocidos de otras temporadas, otros en cambio estaban allí por primera vez o al menos habían pasado desapercibidos en ocasiones anteriores; tras las neveras un ejército de manos abría y cerraba sus puertas sacando de las cubetas, perfectamente alineadas, el material helado de un sinfín de colores con los que llenaban tarrinas y cucuruchos atendiendo los pedidos. Allí estaba ella junto a sus compañeras, batallando en un campo helado de sabores infinitos, todas se movían con precisión como un engranaje bien engrasado, subían y bajaban la pequeña tarima preparando los pedidos con la nota del encargo entre los labios, atendían a los clientes y alimentaban la caja con sus importes, aclaraban sus dudas y ayudan a elegir siempre con una sonrisa en los labios, eran las diosas del verano saciando aquella multitud de gargantas sedientas de sabores refrescantes y disolutos. Ella destacaba entre el grupo como el sol en un amanecer, como un oasis en el desierto, como una isla en el océano; su sola presencia llenaba el pequeño espacio por el que todas se movían como autómatas bajo la presión del bullicio exterior.


Aquella mujer caló al primer vistazo y se convirtió, junto con el batido de chocolate, en un motivo más para seguir acudiendo a deleitarse, no solo ya el paladar, sino también la vista. Mirar aquellos ojos azules como el cielo hacía derretirse el helado que tenías entre las manos, su rostro de rasgos eslavos era fino como el mármol, con un óvalo exquisito que atraía todas las miradas; su piel pálida resaltaba sobre el negro de la indumentaria que la envolvía y un pañuelo rojo anudado a su cabeza, dejaba escapar como una cascada de oro fundido, su cabello rubio anudado en una larga coleta que acariciaba sus hombros con cada giro de la cabeza. Era tan guapa que dolía mirarla.

Cada vez que iban por allí, ocupaban una mesa desde la que poder ver aquellas vitrinas heladas repletas de colores sugestivos; entre sorbo y sorbo de su espumoso batido, él la buscaba con la mirada siguiendo todas sus evoluciones muchas veces ajeno a la conversación que se tenía a su alrededor. Aquella chica de rubios cabellos era como un imán para su persona, verla manipular sobre las cubetas extrayendo su cremoso contenido o gesticular, aconsejando a unos y a otros, era un regocijo para la vista; en ocasiones, las menos, tenía un momento de respiro y entonces quedaba pensativa mirando la algarabía que se extendía a su alrededor, era en esos momentos cuando su rostro relajado la convertía en una valquiria sobre un pedestal de hielo multicolor, era la viva imagen de una diosa vikinga traída a orillas del Mediterráneo.

Un día cruzaron sus miradas, fue un encuentro fugaz pero suficiente para hacer saltar la chispa de la pasión que en él llevaba ya varias semanas encendida, no estaba preparado para aquel momento y lo pilló sorbiendo de su batido con la pajita entre los labios, se maldijo por ello. Un nuevo aluvión de clientes hizo que ella volviera a enfrascarse en su trabajo y aquel momento mágico se esfumó; él siguió buscando su mirada durante todo el rato que estuvieron allí pero aquella chica con piel de porcelana ya no volvió a mirar hacia donde ellos estaban, o al menos él ya no la vio hacerlo. Cada vez que tenían que abandonar el local a él se le rompía el alma, saberla tan cerca y a la vez tan distante le creaba un nudo en el estómago difícil de sobrellevar, era una atracción inexplicable, absurda, inesperada, pero el poco rato que estaba allí mirándola cada tarde llenaba su vida de luz y color, de paz y alegría, de amor y deseo; su magnetismo lo atraía hacia aquellas mesas, hacia aquel mostrador, hacia aquel rostro tocado con hilos de oro que con su mirada había roto todas sus defensas.

Los días pasaban y el pequeño grupo de amigos seguía acudiendo en busca de sus helados y batidos, siempre ocupaban alguna mesa y por tanto no pedían en mostrador, lugar destinado a quienes iban de paso; él procuraba siempre tenerla en su campo de visión y allí luchaba ella con la clientela exigente repartiendo helados en múltiples formatos bajo su atenta mirada. Sus esporádicas salidas de detrás de las grandes neveras eran esperadas con ansiedad, en ellas podía contemplarla en toda su plenitud; de estatura menuda pero bien andamiada, aquel cuerpo de curvas atractivas se movía con agilidad siendo un regalo para los sentidos. Siempre llevaba algo en las manos que dejar fuera del local momento que aprovechaba para encenderse un cigarrillo que consumía furtivamente, luego con pasos firmes y elegantes, volvía a entrar perdiéndose entre las mesas hasta llegar a su trinchera helada donde como una curtida capitana, organizaba su siguiente batalla.



El verano terminó y poco a poco aquel enclave turístico fue quedando vacío, los edificios apagaron sus luces y los locales fueron echando el cierre a la espera de una nueva temporada.  Él nunca llegaría a saberlo pero aquella chica de rubios cabellos y profunda mirada turquesa, esperó tarde tras tarde durante todo aquel verano, a que él se levantara de la mesa y se acercara a su mostrador para pedirle uno de sus pintorescos helados, quien sabe si tras aquel helado, la chispa que surgió en un cruce de miradas ya lejano, habría prendido la llama de algo más dentro de sus corazones. Akvile era su nombre, Lituania la tierra que la vio nacer.