Doce días más tarde y después
de un excitante periplo por los archipiélagos Anselmo regresaba a Tahití;
durante ese tiempo había estado en las islas más significadas de la Sociedad,
se había paseado por los atolones de las Tuamotu y llegado a algunos rincones
de ensueño en las Marquesas. Su viaje estaba tocando a su fin y quería exprimir
las dos jornadas que aún le quedaban antes de partir rumbo a casa.
Por uno de los
conserjes del hotel, Anselmo supo de la existencia de una pequeña compañía de
helicópteros que hacían viajes turísticos entre las islas, la compañía tenía su
base de operaciones en unas pistas junto a la dársena norte del puerto
mercante; ofrecían una serie de itinerarios regulares pero también organizaban
desplazamientos privados a destinos concretos fuera de las rutas habituales.
Anselmo que tenía interés por ver cosas fuera de la oferta convencional que se
daba a los visitantes a la isla, quiso recurrir a sus servicios privados así
que sin deshacer las maletas y confiando en llegar antes de que cerraran, se
dirigió al extremo más alejado del puerto y allí se presentó en las oficinas de
Air Paradise exponiendo sus deseos; tras una breve negociación y acordado el
precio de su particular excursión, cerraron el trato quedando para la mañana
siguiente a primera hora.
El día amaneció
despejado, cuando llegó al helipuerto aun no eran las ocho y Francoise, el
piloto, ya tenía revisada y lista la pequeña aeronave, con los tanques llenos y
cargada de pertrechos, tan solo esperaba su llegada para despegar; el destino,
un pequeño atolón a 42 kilómetros al norte de Papeete. Tetiaroa, que así se
llamaba la isla y cuyo nombre en polinesio significa “lo que se diferencia”,
era un atolón formado por trece pequeños islotes o motu unidos entre si por barreras de corales que hacían las aguas
entre ellos innavegables y por tanto lo convertía en un reducto de difícil
acceso.
Hasta principios del
siglo XX la isla fue residencia vacacional de los Ari (jefes principales y reyes polinesios) pero en 1904 la familia
gobernante la cedió a el doctor Johnston Walter Willians, único dentista de
Polinesia, comenzando de ese modo la historia de Tetiaroa como isla privada.
Años más tarde, durante la búsqueda de exteriores para el rodaje de “Rebelión a
bordo (1962)”, el actor Marlon Brando se enamoró de aquellas aguas y sus islas;
Brando vio Tetiaroa por primera vez desde una colina de Tahití y quedó
hipnotizado, en su autobiografía cuenta la impresión que le produjo la laguna “La laguna presenta más tonos de azul de los
que jamás imaginé: turquesa, índigo, azul oscuro, azul claro, cobalto…Era
mágico”. A partir de aquel día intentó comprar ese pequeño paraíso a toda
costa y tras varias tentativas fallidas, al final consiguió de su dueño un
acuerdo por el que se la cedía por un periodo de 99 años, adquiriendo así en
1965 un refugio donde evadirse de la caótica vida holliwoodiense.
Anselmo conocía la
historia, ahora quería ver aquel lugar mágico con sus propios ojos y hacia él
se dirigía en compañía de Francoise; supo por este que todas las semanas un
paquebote aprovisionaba de suministros a la isla que durante muchos años tan
solo estuvo habitada por Tehiotu Brando, hijo tahitiano del difunto actor y su
familia que regentaron el Tetiaroa Village, un pequeño hotel para mochileros de
alto poder adquisitivo, hasta que cerró. El acuerdo de propiedad firmado en su
día por Brando incluía, impuesto por el gobierno de Tahití, el respeto y
conservación del ecosistema de la isla por lo cual todo lo allí construido, que
era muy poco, y la actividad desarrollada en el atolón, no debía afectar a los
recursos naturales de los islotes y su laguna interior. La isla había estado
casi desierta en los últimos años recibiendo esporádicas visitas, por lo que era
un verdadero edén, una joya natural en uno de cuyos motu habían anidado
infinidad de colonias de aves marinas por lo que se le conocía como la isla de
los Pájaros. Visitar el atolón de Tetiaroa era un lujo que no estaba al alcance
de todos, Anselmo iba a entrar en el pequeño grupo de afortunados que lo
hicieran y llegaba dispuesto a dejarse
embelesar por la belleza de aquellas islas y los azules cambiantes de su
laguna.
Tras salir de unas
nubes Tetiaroa apareció en el horizonte como pequeños puntos verdes emergiendo
de las aguas y poco a poco fue aumentando de tamaño, desde su asiento Anselmo
ya veía perfectamente perfilada la isla con sus motu, sus pasillos de aguas
turquesas y la laguna interior de un azul mucho más oscuro que revelaba la
profundidad de sus fondos. Una de las islas tenía una pequeña pista de
aterrizaje en la que tan solo aterrizaban algunos vuelos privados, el resto de
la misma era un tapiz de palmeras mecidas por los vientos cuyo perímetro de
arenas blancas, era lamido por aquellas aguas cristalinas.
Sobrevolaron todo el
atolón por espacio de diez minutos, desde las alturas todo aquel pequeño mundo
resultaba espectacular, la gama de colores que se extendía bajo los pies de
Anselmo insuflaba vida de muchos quilates y por momentos su excitación iba en
aumento, ya deseaba poner los pies en tierra. Tomaron tierra en una zona
marcada por un gran círculo próxima a un pequeño cobertizo con techo de palmas
en el motu de mayor tamaño; una vez Anselmo pisó aquella isla inspiró
profundamente el aire limpio de aquel lugar, Tetiaroa era la verdadera esencia
de Polinesia, a salvo del turismo masivo había podido conservarse para los
robinsones modernos y Anselmo allí y ahora lo sería por unas horas.
Las instalaciones del
antiguo Tetiaroa Village habían dado paso a un nuevo proyecto, The Brando, un
hotel ecológico de cinco estrellas al puro estilo polinesio cuya construcción
se hallaba detenida desde hacía tiempo, no obstante mimetizado con el entorno y
apenas apreciable desde el aire, una
instalación de aspecto liviano pero muy agradable a la vista proporcionaba
servicios de hostelería y descanso aunque no alojamiento en aquella isla que
era la única que mantenía levantada alguna construcción. La vida en el atolón
llevaba otro ritmo muy diferente a su vecina Tahití, allí el tiempo parecía
detenerse dando paso al estímulo de los sentidos, el mayor interés de la isla
estaba en su fantástico paisaje, sus paradisíacas playas y su característica
flora y fauna; explorar el extenso palmeral, nadar en la laguna y recrear la
vista disfrutando del entorno ocuparían las próximas horas de Anselmo antes de
regresar a Tahití y afrontar su último día en el archipiélago.
De nuevo en el hotel
Tiare Tahití, Anselmo hizo un receso después de su excitante y fructífero día
en el hermoso atolón; su cabeza estaba llena de bellas imágenes captadas en las
últimas semanas, su cámara digital también rebosaba de capturas que una vez en
casa, le llevaría semanas organizar,
pero esto era uno de sus hobbys favoritos y le permitiría volver a
recrear el fantástico viaje realizado.
Por el momento se daría una ducha y meditaría sobre lo vivido los últimos días
sentado en la terraza de su habitación con una Coca-Cola bien fría entre las
manos, más tarde saldría a disfrutar de su penúltima cena en la isla.
Eran poco más de las
ocho de la tarde cuando Anselmo pisaba de nuevo la calle en busca del famoso
restaurante Uru Tahití, esa noche cerraría la jornada deleitándose con un poco
del arte costumbrista de las islas asistiendo a una típica cena-espectáculo
tahitiana. Al llegar fue recibido con un ponche al tiempo que colgaban de su
cuello el tradicional collar de flores, el sonido de guitarras y ukeleles
creaba un agradable ambiente en toda la sala mientras una sonriente muchacha lo
acompañaba hasta su mesa muy cerca del escenario. La cena a base de cocina
tradicional incluía Fei (plátanos
cocidos), Uru (fruto del árbol del
pan), Taro (verduras), Fafa (espinacas con pollo), Pua (cochinillo asado), Poe (fruta cocida con leche de coco) y
un Buffet de carnes y pescados a la brasa, todo regado con buenos vinos, para terminar suculentos postres variados
daban un toque gastronómico de alto nivel en el que Anselmo a pesar de su buen
comer, no pudo con todo; toda la cena estuvo amenizada por un grupo de danza,
ya en la sobremesa y acompañando a los cafés y licores, los asistentes quedaron
admirados con un pareo-show presentado por vahine
y tane (mujeres y hombres), nunca nadie de los allí presentes habría
llegado a imaginar que se pudiera usar de tantas maneras, una prenda tan
liviana que a la postre era un icono de Polinesia.
Tras el curioso show,
el espectáculo continuó con más danzas, estas más de fijarse por los
movimientos de sus cuerpos; como luego supo Anselmo tras las explicaciones que
allí les dieron previas a los bailes, la danza tahitiana contempla dos estilos
bien diferenciados, la Aparima y la Otea. Aparima es una palabra compuesta
por apa (beso) y rima (mano), en todas estas danzas se representa una simbología expresada por manos y brazos a
través de la cual se hace referencia a historias de la vida tahitiana,
acontecimientos cotidianos cobraban vida
con estos bailes; las danzas (otea)
son realizadas por mujeres (otea vahine),
hombres (otea tane) o ambos (otea mixta) y en ellas son muy
característicos los movimientos, rápidos unas veces o delicados otras, de las
caderas acompañados por música de percusión. Aquellos cuerpos tocados por
grandes penachos o coloridas coronas de flores, agitando sus faldas de rafia
natural (more) sobre sus bronceadas
pieles, eran un deleite para la vista de un público entregado. Con aquel sonido
y colorido en la cabeza, Anselmo abandonaba el Uru Tahití satisfecho y cansado tras un día de fuertes
emociones.
Ese domingo amaneció
apenas despuntado el sol, sus tres semanas en los Mares del Sur acababan pero
se iba de allí con un sueño cumplido cosa que muchos otros no podían decir; aún
tenía todo un día por delante antes de regresar a España así que se propuso
disfrutarlo al máximo y regalar a sus sentidos con un poco más de la belleza de
aquellas islas. Tras un desayuno rápido, estaba listo para afrontar una nueva
jornada de emociones y sorpresas, el plan para ese día incluía un recorrido
alrededor de la isla, adentrándose en su interior en algunos puntos de especial
interés, la excursión estaba organizada por el hotel por lo que el restaurante
y hall del mismo presentaban gran actividad entre los huéspedes que esperaban
el microbús.
A las nueve en punto
abandonaban el hotel en dirección al norte de la isla para desde allí bajar por
la costa este antes de encaminarse hacia el interior, la isla tenía una única
carretera principal de circunvalación de unos 114 kilómetros la cual conectaba
el este con el oeste de Tahití Nui, ambas costas eran muy diferentes pues
mientras las del este eran más de origen volcánico, rocosas y salvajes, con playas de arenas negras, las
del oeste eran de origen coralino, tranquilas, con playas serenas de arena
blanca y lagunas de aguas turquesas y transparentes.
Cruzar Papeete era
meterse en un tumulto de tráfico y gentes circulando por todas partes, desde
luego nada parecido a la imagen idílica que podría tenerse de un lugar a priori
paradisíaco, la polución, el ruido y la anarquía de la multitud de ciclomotores
que a todas horas inundaban las calles, contrastaba con el paraíso que se
extendía a pocos kilómetros fuera de la ciudad. La zona este de Papeete se
conoce como Pirae y está salpicada de playas de arena negra, en el lado
montañoso se metieron por el camino de Fare Rau Hape ascendiendo el monte
Belvedere, a 600 metros de altitud se detuvieron en un mirador desde el que se
tenía una vista inmejorable de la capital y sus alrededores con la isla de
Moorea al fondo. Tras extasiarse con aquella panorámica el pequeño microbús
continuó su viaje rumbo a la población vecina de Mähina en donde se acercaron a
la playa de la punta de Venus, lugar más al norte de Tahití, allí visitaron el
famoso faro construido en 1867 por los mangarevianos para reafirmar la vocación
marítima de la bahía de Matavai, a la cual llegaron la mayoría de exploradores
en la segunda mitad del siglo XVIII; el faro de planta cuadrangular único en la
isla, poseía seis pisos y una terraza por encima de la cual se elevaba la
dependencia con el sistema de iluminación; la construcción pintada de blanco
era visible en la distancia y desde su posición dominaba una bellísima y
extensa paya de arena negra.
El siguiente alto en el
camino tuvo lugar al llegar a Papenoo, lugar famoso por sus playas para
practicar surf, se decía entre los entendidos que sus olas eran de las mejores
del mundo y vista la gran afluencia de gente enfundada en sus trajes de
neopreno así como la cantidad de tiendas dedicadas a este deporte en todos los
rincones de la pequeña población, algo de cierto debía haber. Un poco más
adelante se encontraron con la desembocadura del río Papenoo, el más largo de
Tahití, que serpenteando desde el corazón de la selva encontraba allí al
océano; en el kilómetro 22 se sorprendieron con una curiosidad de la naturaleza
famosa en toda la isla, en aquel punto las aguas del océano pasaban por debajo
de la carretera volviendo a salir por el otro lado en forma de aire y vapor
espumoso a través de agujeros en la roca, de ahí el nombre Trou du Soulffleur
(agujero del soplido).
Continuaron su camino
bordeando la isla y dejando atrás, un centenar de metros mar adentro, un hermoso motu cubierto
de palmeras y vegetación a cuyos pies se adivinaba una franja de arena blanca
lamida por las aguas turquesa de la laguna; circular por aquella carretera bien
asfaltada junto al mar y con las montañas ascendiendo a su derecha, era un
derroche de contrastes que las pupilas de los ocupantes del pequeño vehículo
absorbían con deleite; llegaron a una pequeña bahía cuyas playas eran de arena
oscura, allí se desviaron hacia el interior buscando la población de Haapupuni,
el paisaje cambió radicalmente pues a medida que te adentrabas en la isla te
veías inmerso en otro mundo muy distinto a la costa, como la isla era de origen
volcánico el interior estaba deshabitado y el entorno era alucinante, muy
montañoso y la exuberante vegetación formaba una verdadera selva tropical.
Llegaron a un claro de la selva donde acababa el camino y desde allí hicieron
una excursión a pie para ver el parque de las tres cascadas Faarumai, un paraje
hermosísimo que a todos dejó satisfechos; la primera de ellas estaba a tan solo
cinco minuto de caminata, las otras dos a poco menos de media hora, eran
cascadas enormes, sobre todo la primera, que cayendo desde la cima de una pared
cubierta de verde vegetación, formaba un
pequeño lago a partir de cual las aguas discurrían colina abajo buscando el
mar; si algo enturbió aquella idílica excursión fue la gran cantidad de
mosquitos que inundaban aquel pequeño paraíso y que dejaron su huella sobre las
pieles de todo el grupo. De regreso a la carretera principal pasearon por un
curioso y espectacular bosque de bambú cuyas altas copas creaban un techo verde
intenso a través de cuyas hojas se filtraban tenues rayos de sol.
El recorrido circular a
la isla grande continuó y las siguientes poblaciones, Mahaena y Hitiaa, no
levantaron grandes pasiones entre el grupo aunque si les permitió imaginar la
tradicional vida polinesia, sin grandes panorámicas en sus alrededores si
conservaban cierto encanto pues todo allí dejaba buen sabor de boca; una vez
cruzado el río Fa’atautia se desviaron por un sendero abrupto donde volvieron a
bajar del microbús para continuar andando, atravesaron una montaña y llegaron a
los Lavatubes, una serie de grutas
naturales labradas en la roca volcánica por las aguas del río, en realidad eran
tubos de lava anegados ahora por las aguas cristalinas del río, allí pudieron
caminar o nadar a través de un laberinto
de conductos llenos de grutas, cascadas, arroyos y cuevas. Tras una hora de
diversión en aquel parque acuático natural, regresaron al microbús dispuestos a
continuar con su emocionante excursión.
Ya casi acabando el
recorrido de la costa este llegaron a otra espectacular cascada cuyo salto de
agua les regaló la vista sin moverse de sus asientos, la laguna formada a sus
pies hervía levantando una gran nube de vapor y los invitaba a sumergirse en ella
pero no había tiempo, debían continuar. Por fin llegaron al istmo de Taravao,
allí acababa Tahití Nui y se iniciaba la pequeña península de Tahití Iti, desde
allí partían dos carreteras que por este y oeste recorrían parte del perímetro
de esta porción de terreno mucho más salvaje y agreste que la isla grande y
también mucho menos habitada.
Entre las poblaciones
de Papeari y Mataiea, situadas ya en la costa oeste, se detuvieron en un
espléndido jardín botánico integrado en la propia selva, allí había espectaculares
ejemplares de Tamanu, árboles utilizados por las tribus indígenas para la
construcción de canoas o totems rituales, el árbol sagrado Ati al que se le
reconocen numerosos poderes curativos, árboles del Pan que aseguraban el
sustento alimenticio de los polinesios, Nonis desarrollados sobre ricos suelos
volcánicos a lo largo de las corrientes de lava y considerados como la aspirina
de la antigüedad por sus poderes
terapéuticos; de allí todos salieron con una lección de botánica bien recibida
y todos los sentidos embriagados por aromas y colores de lo más variados.
El viaje continuó hacia
al norte, ya en dirección a Papeete, aún tuvieron tiempo de detenerse en alguna
playa que esta vez si eran de arena blanca con la característica laguna de
aguas turquesas, aquellas aguas eran de puro cuento y su transparencia no
dejaba de sorprender a Anselmo, todo aquello era un maravilloso e inmenso
acuario natural al que por desgracia estaba a punto de abandonar. Habían sido
tres semanas de ensueño en las que todo su ser había estado continuamente
bombardeado por miles de estímulos positivos, en cada jardín, en cada playa, en
cada calle o colina, cada hotel fue distinto, cada persona diferente, cada
rincón sorprendente y cada isla… que decir de las islas, en su conjunto
fantásticas, por separado preciosas y muy interesantes; cada archipiélago
guardaba su identidad siendo muy distintos los unos de los otros, si las islas
de la Sociedad conservaban la historia y el pasado polinesio con sus núcleos
arqueológicos, sus altas cumbres y profundos valles, sus playas de origen
volcánico lidiando en belleza con las de arena blanca y calmadas lagunas, la
Tuamotu formaban un paisaje curioso y único, con sus atolones formando anillos
de coral cubiertos de palmeras en cuyo interior encerraban lagunas de aguas
tranquilas repletas de vida, por su parte las Marquesas alejadas y mal
comunicadas conservaban, islas volcánicas, unas áridas y otras selváticas pero
todas coronadas por picos agrestes que morían en acantilados cortados a pico
que se perdían en la profundidad del mar.
La mañana del día 20 en
las islas, Anselmo salía temprano del Tiare Tahití en dirección al aeropuerto
de Fa’aa, hora y media más tarde embarcaría rumbo a Los Ángeles y de allí a
París, su aventura en los Mares del Sur acababa pero volvía a su España querida
convencido de que no sería esa la última vez que pisaría aquellas tierras pues
allí dejaba parte de su corazón y algún día volvería para recuperarlo.