sábado, 27 de abril de 2013

Anselmo viajero - IV Parte: Regreso a Tahití


Doce días más tarde y después de un excitante periplo por los archipiélagos Anselmo regresaba a Tahití; durante ese tiempo había estado en las islas más significadas de la Sociedad, se había paseado por los atolones de las Tuamotu y llegado a algunos rincones de ensueño en las Marquesas. Su viaje estaba tocando a su fin y quería exprimir las dos jornadas que aún le quedaban antes de partir rumbo a casa.
Por uno de los conserjes del hotel, Anselmo supo de la existencia de una pequeña compañía de helicópteros que hacían viajes turísticos entre las islas, la compañía tenía su base de operaciones en unas pistas junto a la dársena norte del puerto mercante; ofrecían una serie de itinerarios regulares pero también organizaban desplazamientos privados a destinos concretos fuera de las rutas habituales. Anselmo que tenía interés por ver cosas fuera de la oferta convencional que se daba a los visitantes a la isla, quiso recurrir a sus servicios privados así que sin deshacer las maletas y confiando en llegar antes de que cerraran, se dirigió al extremo más alejado del puerto y allí se presentó en las oficinas de Air Paradise exponiendo sus deseos; tras una breve negociación y acordado el precio de su particular excursión, cerraron el trato quedando para la mañana siguiente a primera hora.
El día amaneció despejado, cuando llegó al helipuerto aun no eran las ocho y Francoise, el piloto, ya tenía revisada y lista la pequeña aeronave, con los tanques llenos y cargada de pertrechos, tan solo esperaba su llegada para despegar; el destino, un pequeño atolón a 42 kilómetros al norte de Papeete. Tetiaroa, que así se llamaba la isla y cuyo nombre en polinesio significa “lo que se diferencia”, era un atolón formado por trece pequeños islotes o motu unidos entre si por barreras de corales que hacían las aguas entre ellos innavegables y por tanto lo convertía en un reducto de difícil acceso.
Hasta principios del siglo XX la isla fue residencia vacacional de los Ari (jefes principales y reyes polinesios) pero en 1904 la familia gobernante la cedió a el doctor Johnston Walter Willians, único dentista de Polinesia, comenzando de ese modo la historia de Tetiaroa como isla privada. Años más tarde, durante la búsqueda de exteriores para el rodaje de “Rebelión a bordo (1962)”, el actor Marlon Brando se enamoró de aquellas aguas y sus islas; Brando vio Tetiaroa por primera vez desde una colina de Tahití y quedó hipnotizado, en su autobiografía cuenta la impresión que le produjo la laguna “La laguna presenta más tonos de azul de los que jamás imaginé: turquesa, índigo, azul oscuro, azul claro, cobalto…Era mágico”. A partir de aquel día intentó comprar ese pequeño paraíso a toda costa y tras varias tentativas fallidas, al final consiguió de su dueño un acuerdo por el que se la cedía por un periodo de 99 años, adquiriendo así en 1965 un refugio donde evadirse de la caótica vida holliwoodiense.


Anselmo conocía la historia, ahora quería ver aquel lugar mágico con sus propios ojos y hacia él se dirigía en compañía de Francoise; supo por este que todas las semanas un paquebote aprovisionaba de suministros a la isla que durante muchos años tan solo estuvo habitada por Tehiotu Brando, hijo tahitiano del difunto actor y su familia que regentaron el Tetiaroa Village, un pequeño hotel para mochileros de alto poder adquisitivo, hasta que cerró. El acuerdo de propiedad firmado en su día por Brando incluía, impuesto por el gobierno de Tahití, el respeto y conservación del ecosistema de la isla por lo cual todo lo allí construido, que era muy poco, y la actividad desarrollada en el atolón, no debía afectar a los recursos naturales de los islotes y su laguna interior. La isla había estado casi desierta en los últimos años recibiendo esporádicas visitas, por lo que era un verdadero edén, una joya natural en uno de cuyos motu habían anidado infinidad de colonias de aves marinas por lo que se le conocía como la isla de los Pájaros. Visitar el atolón de Tetiaroa era un lujo que no estaba al alcance de todos, Anselmo iba a entrar en el pequeño grupo de afortunados que lo hicieran y llegaba  dispuesto a dejarse embelesar por la belleza de aquellas islas y los azules cambiantes de su laguna.
Tras salir de unas nubes Tetiaroa apareció en el horizonte como pequeños puntos verdes emergiendo de las aguas y poco a poco fue aumentando de tamaño, desde su asiento Anselmo ya veía perfectamente perfilada la isla con sus motu, sus pasillos de aguas turquesas y la laguna interior de un azul mucho más oscuro que revelaba la profundidad de sus fondos. Una de las islas tenía una pequeña pista de aterrizaje en la que tan solo aterrizaban algunos vuelos privados, el resto de la misma era un tapiz de palmeras mecidas por los vientos cuyo perímetro de arenas blancas, era lamido por aquellas aguas cristalinas.
Sobrevolaron todo el atolón por espacio de diez minutos, desde las alturas todo aquel pequeño mundo resultaba espectacular, la gama de colores que se extendía bajo los pies de Anselmo insuflaba vida de muchos quilates y por momentos su excitación iba en aumento, ya deseaba poner los pies en tierra. Tomaron tierra en una zona marcada por un gran círculo próxima a un pequeño cobertizo con techo de palmas en el motu de mayor tamaño; una vez Anselmo pisó aquella isla inspiró profundamente el aire limpio de aquel lugar, Tetiaroa era la verdadera esencia de Polinesia, a salvo del turismo masivo había podido conservarse para los robinsones modernos y Anselmo allí y ahora lo sería por unas horas.


Las instalaciones del antiguo Tetiaroa Village habían dado paso a un nuevo proyecto, The Brando, un hotel ecológico de cinco estrellas al puro estilo polinesio cuya construcción se hallaba detenida desde hacía tiempo, no obstante mimetizado con el entorno y apenas apreciable desde el  aire, una instalación de aspecto liviano pero muy agradable a la vista proporcionaba servicios de hostelería y descanso aunque no alojamiento en aquella isla que era la única que mantenía levantada alguna construcción. La vida en el atolón llevaba otro ritmo muy diferente a su vecina Tahití, allí el tiempo parecía detenerse dando paso al estímulo de los sentidos, el mayor interés de la isla estaba en su fantástico paisaje, sus paradisíacas playas y su característica flora y fauna; explorar el extenso palmeral, nadar en la laguna y recrear la vista disfrutando del entorno ocuparían las próximas horas de Anselmo antes de regresar a Tahití y afrontar su último día en el archipiélago.


De nuevo en el hotel Tiare Tahití, Anselmo hizo un receso después de su excitante y fructífero día en el hermoso atolón; su cabeza estaba llena de bellas imágenes captadas en las últimas semanas, su cámara digital también rebosaba de capturas que una vez en casa, le llevaría semanas organizar,  pero esto era uno de sus hobbys favoritos y le permitiría volver a recrear el  fantástico viaje realizado. Por el momento se daría una ducha y meditaría sobre lo vivido los últimos días sentado en la terraza de su habitación con una Coca-Cola bien fría entre las manos, más tarde saldría a disfrutar de su penúltima cena en la isla.
Eran poco más de las ocho de la tarde cuando Anselmo pisaba de nuevo la calle en busca del famoso restaurante Uru Tahití, esa noche cerraría la jornada deleitándose con un poco del arte costumbrista de las islas asistiendo a una típica cena-espectáculo tahitiana. Al llegar fue recibido con un ponche al tiempo que colgaban de su cuello el tradicional collar de flores, el sonido de guitarras y ukeleles creaba un agradable ambiente en toda la sala mientras una sonriente muchacha lo acompañaba hasta su mesa muy cerca del escenario. La cena a base de cocina tradicional incluía Fei (plátanos cocidos), Uru (fruto del árbol del pan), Taro (verduras), Fafa (espinacas con pollo), Pua (cochinillo asado), Poe (fruta cocida con leche de coco) y un Buffet de carnes y pescados a la brasa, todo regado con buenos vinos,  para terminar suculentos postres variados daban un toque gastronómico de alto nivel en el que Anselmo a pesar de su buen comer, no pudo con todo; toda la cena estuvo amenizada por un grupo de danza, ya en la sobremesa y acompañando a los cafés y licores, los asistentes quedaron admirados con un pareo-show presentado por vahine y tane (mujeres y hombres), nunca nadie de los allí presentes habría llegado a imaginar que se pudiera usar de tantas maneras, una prenda tan liviana que a la postre era un icono de Polinesia.


Tras el curioso show, el espectáculo continuó con más danzas, estas más de fijarse por los movimientos de sus cuerpos; como luego supo Anselmo tras las explicaciones que allí les dieron previas a los bailes, la danza tahitiana contempla dos estilos bien diferenciados, la Aparima y la Otea. Aparima es una palabra compuesta por apa (beso) y rima (mano), en todas estas danzas se representa una  simbología expresada por manos y brazos a través de la cual se hace referencia a historias de la vida tahitiana, acontecimientos  cotidianos cobraban vida con estos bailes; las danzas (otea) son realizadas por mujeres (otea vahine), hombres (otea tane) o ambos (otea mixta) y en ellas son muy característicos los movimientos, rápidos unas veces o delicados otras, de las caderas acompañados por música de percusión. Aquellos cuerpos tocados por grandes penachos o coloridas coronas de flores, agitando sus faldas de rafia natural (more) sobre sus bronceadas pieles, eran un deleite para la vista de un público entregado. Con aquel sonido y colorido en la cabeza, Anselmo abandonaba el Uru Tahití  satisfecho y cansado tras un día de fuertes emociones.
Ese domingo amaneció apenas despuntado el sol, sus tres semanas en los Mares del Sur acababan pero se iba de allí con un sueño cumplido cosa que muchos otros no podían decir; aún tenía todo un día por delante antes de regresar a España así que se propuso disfrutarlo al máximo y regalar a sus sentidos con un poco más de la belleza de aquellas islas. Tras un desayuno rápido, estaba listo para afrontar una nueva jornada de emociones y sorpresas, el plan para ese día incluía un recorrido alrededor de la isla, adentrándose en su interior en algunos puntos de especial interés, la excursión estaba organizada por el hotel por lo que el restaurante y hall del mismo presentaban gran actividad entre los huéspedes que esperaban el microbús.
A las nueve en punto abandonaban el hotel en dirección al norte de la isla para desde allí bajar por la costa este antes de encaminarse hacia el interior, la isla tenía una única carretera principal de circunvalación de unos 114 kilómetros la cual conectaba el este con el oeste de Tahití Nui, ambas costas eran muy diferentes pues mientras las del este eran más de origen volcánico, rocosas  y salvajes, con playas de arenas negras, las del oeste eran de origen coralino, tranquilas, con playas serenas de arena blanca y lagunas de aguas turquesas y transparentes.
Cruzar Papeete era meterse en un tumulto de tráfico y gentes circulando por todas partes, desde luego nada parecido a la imagen idílica que podría tenerse de un lugar a priori paradisíaco, la polución, el ruido y la anarquía de la multitud de ciclomotores que a todas horas inundaban las calles, contrastaba con el paraíso que se extendía a pocos kilómetros fuera de la ciudad. La zona este de Papeete se conoce como Pirae y está salpicada de playas de arena negra, en el lado montañoso se metieron por el camino de Fare Rau Hape ascendiendo el monte Belvedere, a 600 metros de altitud se detuvieron en un mirador desde el que se tenía una vista inmejorable de la capital y sus alrededores con la isla de Moorea al fondo. Tras extasiarse con aquella panorámica el pequeño microbús continuó su viaje rumbo a la población vecina de Mähina en donde se acercaron a la playa de la punta de Venus, lugar más al norte de Tahití, allí visitaron el famoso faro construido en 1867 por los mangarevianos para reafirmar la vocación marítima de la bahía de Matavai, a la cual llegaron la mayoría de exploradores en la segunda mitad del siglo XVIII; el faro de planta cuadrangular único en la isla, poseía seis pisos y una terraza por encima de la cual se elevaba la dependencia con el sistema de iluminación; la construcción pintada de blanco era visible en la distancia y desde su posición dominaba una bellísima y extensa paya de arena negra.


El siguiente alto en el camino tuvo lugar al llegar a Papenoo, lugar famoso por sus playas para practicar surf, se decía entre los entendidos que sus olas eran de las mejores del mundo y vista la gran afluencia de gente enfundada en sus trajes de neopreno así como la cantidad de tiendas dedicadas a este deporte en todos los rincones de la pequeña población, algo de cierto debía haber. Un poco más adelante se encontraron con la desembocadura del río Papenoo, el más largo de Tahití, que serpenteando desde el corazón de la selva encontraba allí al océano; en el kilómetro 22 se sorprendieron con una curiosidad de la naturaleza famosa en toda la isla, en aquel punto las aguas del océano pasaban por debajo de la carretera volviendo a salir por el otro lado en forma de aire y vapor espumoso a través de agujeros en la roca, de ahí el nombre Trou du Soulffleur (agujero del soplido).
Continuaron su camino bordeando la isla y dejando atrás, un centenar de  metros mar adentro, un hermoso motu cubierto de palmeras y vegetación a cuyos pies se adivinaba una franja de arena blanca lamida por las aguas turquesa de la laguna; circular por aquella carretera bien asfaltada junto al mar y con las montañas ascendiendo a su derecha, era un derroche de contrastes que las pupilas de los ocupantes del pequeño vehículo absorbían con deleite; llegaron a una pequeña bahía cuyas playas eran de arena oscura, allí se desviaron hacia el interior buscando la población de Haapupuni, el paisaje cambió radicalmente pues a medida que te adentrabas en la isla te veías inmerso en otro mundo muy distinto a la costa, como la isla era de origen volcánico el interior estaba deshabitado y el entorno era alucinante, muy montañoso y la exuberante vegetación formaba una verdadera selva tropical. Llegaron a un claro de la selva donde acababa el camino y desde allí hicieron una excursión a pie para ver el parque de las tres cascadas Faarumai, un paraje hermosísimo que a todos dejó satisfechos; la primera de ellas estaba a tan solo cinco minuto de caminata, las otras dos a poco menos de media hora, eran cascadas enormes, sobre todo la primera, que cayendo desde la cima de una pared cubierta de verde vegetación, formaba  un pequeño lago a partir de cual las aguas discurrían colina abajo buscando el mar; si algo enturbió aquella idílica excursión fue la gran cantidad de mosquitos que inundaban aquel pequeño paraíso y que dejaron su huella sobre las pieles de todo el grupo. De regreso a la carretera principal pasearon por un curioso y espectacular bosque de bambú cuyas altas copas creaban un techo verde intenso a través de cuyas hojas se filtraban tenues rayos de sol.


El recorrido circular a la isla grande continuó y las siguientes poblaciones, Mahaena y Hitiaa, no levantaron grandes pasiones entre el grupo aunque si les permitió imaginar la tradicional vida polinesia, sin grandes panorámicas en sus alrededores si conservaban cierto encanto pues todo allí dejaba buen sabor de boca; una vez cruzado el río Fa’atautia se desviaron por un sendero abrupto donde volvieron a bajar del microbús para continuar andando, atravesaron una montaña y llegaron a los Lavatubes, una serie de grutas naturales labradas en la roca volcánica por las aguas del río, en realidad eran tubos de lava anegados ahora por las aguas cristalinas del río, allí pudieron caminar o  nadar a través de un laberinto de conductos llenos de grutas, cascadas, arroyos y cuevas. Tras una hora de diversión en aquel parque acuático natural, regresaron al microbús dispuestos a continuar con su emocionante excursión.
Ya casi acabando el recorrido de la costa este llegaron a otra espectacular cascada cuyo salto de agua les regaló la vista sin moverse de sus asientos, la laguna formada a sus pies hervía levantando una gran nube de vapor y los invitaba a sumergirse en ella pero no había tiempo, debían continuar. Por fin llegaron al istmo de Taravao, allí acababa Tahití Nui y se iniciaba la pequeña península de Tahití Iti, desde allí partían dos carreteras que por este y oeste recorrían parte del perímetro de esta porción de terreno mucho más salvaje y agreste que la isla grande y también mucho menos habitada.
Entre las poblaciones de Papeari y Mataiea, situadas ya en la costa oeste, se detuvieron en un espléndido jardín botánico integrado en la propia selva, allí había espectaculares ejemplares de Tamanu, árboles utilizados por las tribus indígenas para la construcción de canoas o totems rituales, el árbol sagrado Ati al que se le reconocen numerosos poderes curativos, árboles del Pan que aseguraban el sustento alimenticio de los polinesios, Nonis desarrollados sobre ricos suelos volcánicos a lo largo de las corrientes de lava y considerados como la aspirina de la antigüedad por sus  poderes terapéuticos; de allí todos salieron con una lección de botánica bien recibida y todos los sentidos embriagados por aromas y colores de lo más variados.
El viaje continuó hacia al norte, ya en dirección a Papeete, aún tuvieron tiempo de detenerse en alguna playa que esta vez si eran de arena blanca con la característica laguna de aguas turquesas, aquellas aguas eran de puro cuento y su transparencia no dejaba de sorprender a Anselmo, todo aquello era un maravilloso e inmenso acuario natural al que por desgracia estaba a punto de abandonar. Habían sido tres semanas de ensueño en las que todo su ser había estado continuamente bombardeado por miles de estímulos positivos, en cada jardín, en cada playa, en cada calle o colina, cada hotel fue distinto, cada persona diferente, cada rincón sorprendente y cada isla… que decir de las islas, en su conjunto fantásticas, por separado preciosas y muy interesantes; cada archipiélago guardaba su identidad siendo muy distintos los unos de los otros, si las islas de la Sociedad conservaban la historia y el pasado polinesio con sus núcleos arqueológicos, sus altas cumbres y profundos valles, sus playas de origen volcánico lidiando en belleza con las de arena blanca y calmadas lagunas, la Tuamotu formaban un paisaje curioso y único, con sus atolones formando anillos de coral cubiertos de palmeras en cuyo interior encerraban lagunas de aguas tranquilas repletas de vida, por su parte las Marquesas alejadas y mal comunicadas conservaban, islas volcánicas, unas áridas y otras selváticas pero todas coronadas por picos agrestes que morían en acantilados cortados a pico que se perdían en la profundidad del mar.


La mañana del día 20 en las islas, Anselmo salía temprano del Tiare Tahití en dirección al aeropuerto de Fa’aa, hora y media más tarde embarcaría rumbo a Los Ángeles y de allí a París, su aventura en los Mares del Sur acababa pero volvía a su España querida convencido de que no sería esa la última vez que pisaría aquellas tierras pues allí dejaba parte de su corazón y algún día volvería para recuperarlo.

sábado, 20 de abril de 2013

Anselmo viajero - III Parte: Tuamotu y Marquesas


Las emociones se acumulaban a medida que pasaban los días, Anselmo iba de sorpresa en sorpresa y cada jornada era una aventura nueva, a pesar de tener planificados sus itinerarios, a pesar de tener sus reseñas marcadas en el gastado cuaderno, a pesar del conocimiento previo que de las islas tenía, aquellas tierras y aquellos mares eran mucho más de lo esperado, iban más allá de las expectativas creadas y Anselmo saboreaba cada momento como en su día hizo Howard Carter al descubrir la tumba del joven Tutankamón. Polinesia era otro mundo, sus islas de cuento de hadas albergaban un paraíso inimaginable para el foráneo, sus gentes amables y simpáticas hacían la estancia plácida y agradable al visitante, y las despedidas eran siempre un hasta pronto.


En el ecuador de su apasionante viaje, despedía Bora Bora cogiendo un avión que lo trasladaría al archipiélago de las Tuamotu; la estancia en las islas de la Sociedad había sido un placer para los sentidos pero su capacidad para la sorpresa aún estaba intacta y sabía que le esperaban jornadas por delante en donde esta se pondría a prueba. Las Tuamotu eran un archipiélago situado al este de la Sociedad, su nombre polinesio significa “muchas islas” pues las Tuamotu comprenden 78 islas y atolones de los cuales tan solo medio centenar están habitados de forma permanente;  repartidos en dos millones de kilómetros cuadrados de océano permanecen  aislados y a salvo del turismo masivo. Allí el viajero no encontrará bullicio, ni ruido, ni tráfico, ni centros comerciales o grandes edificaciones, aquellos islotes representan la verdadera esencia de la isla tropical perdida en la inmensidad del océano; los atolones con forma de anillo más o menos circular están formados por arrecifes de coral salpicados por islotes (motu) de tamaño variable, encerrando en su interior una deslumbrante porción de mar.
Anselmo aterrizó en la isla de Rangiroa, lo primero que llamó su atención fue la luminosidad del lugar, diferente a la de cualquier lugar antes visitado, más tarde comprobaría que todo es luminoso en las Tuamotu y esa luz no solo provenía del cielo, también los fondos arenosos del mar, las playas coralinas y hasta el blanco de los muros con que se construían sencillas viviendas, contribuían a iluminar aquel paraíso.
Rangiroa, conocida también como la isla turquesa, era el atolón más grande de la Polinesia y uno de los mayores del mundo, su laguna albergaba un mar interior de 65 kilómetros de largo por 20 de ancho, llegando a los 40 metros de profundidad en algunos puntos; desde el aire se apreciaba lo angosto del arrecife a lo largo del cual emergían 240 islotes perdiéndose en la bruma azulada. Anselmo tenía una reserva en el Kia Ora Resort, el más lujoso de las Tuamotu, esta vez su alojamiento sería una cabaña junto a la playa por lo cual tendría como alfombra las arenas blancas del arrecife. El hotel estaba situado en el margen este del atolón y entre sus instalaciones contaba con un grupo de cinco cabañas situadas en un islote remoto y deshabitado cuyo concepto era para aquellos huéspedes que solicitaban unas vacaciones tipo Robinson Crusoe.


El tiempo que estuvo allí fue bien aprovechado, pues no se dio un respiro sabiendo que cada día en las islas era único e irrepetible y por momentos tenía la sensación de que se lo robaban. Las playas en el atolón eran fantásticas y las había por doquier, unas de finísima arena coralina, otras más toscas y con guijarros de coral, en el islote principal donde él estaba, la mejor iba desde su hotel hasta el paso de Tiputa; se apuntó a una excursión que los llevó a Sables Roses, islote con playas y bancos de arena rosada  donde reinaban la naturaleza y el silencio, allí disfrutaron de un tradicional  almuerzo preparado por la tripulación. Esa tarde se acercó a una típica aldea isleña, Avatoru, viviendas sencillas y flores multicolores brillaban bajo el sol de un atardecer polinesio, el marco era para una postal y aunque aquel rincón no tenía mucho que ver le permitió conocer el vivir diario de aquellas gentes.
Al día siguiente temprano de nuevo se embarcó en una lancha con fondo de cristal que permitía ver el fabuloso fondo marino, se dirigieron al paso de Tiputa, uno de los muchos que interrumpían el arrecife, en esos lugares abundaban las especies de mayor tamaño: tiburones, delfines, barracudas, tortugas, rayas, morenas y un largo etcétera de criaturas marinas; de allí se desplazaron a L’ille aux Récifs, un sector del arrecife donde el coral había sido modelado por el viento y los embates de las olas adoptando caprichosas formas, el lugar presentaba un ruido ensordecedor al chocar a corta distancia, las olas del mar abierto contra la barrera de coral. Terminaron la excursión trasladándose a Lagon Bleu, era el lugar más famoso de Rangiroa, se trataba de una especie de piscina natural rodeada de islotes cubiertos por frondosos cocoteros, en el agua un colorido luminoso de azules cambiantes, multitud de corales y peces de arrecife.


Tras la comida en el Kia Ora y un breve descanso, dedicó la tarde a visitar el único viñedo de Polinesia, el Dominique Auroy, en una visita guiada pasearon por el viñedo situado entre los cocoteros de un islote; allí se producían cuatro variedades de vino: tinto, rosé, blanco seco y blanco dulce. Una vez visto el viñedo pasaron a otro islote donde estaba instalada la bodega en la cual les enseñaron todo el proceso de transformación de la uva y acabaron con una degustación de los caldos allí producidos. La noche de aquel día la acabaría sentado en una hamaca en la terraza de su cabaña con la mirada perdida en un mar sobre el que la luna jugaba con su reflejo, muchas eran las imágenes que debía procesar y retener en su cabeza, la cual a estas alturas del viaje, era una macedonia de colores, olores y sabores.
Una mañana más amaneció con la suave brisa de la laguna agitando las cortinas, la palas del ventilador giraban y giraban en lo alto de una viga que cruzaba aquel techo inclinado, el silencio era total tan solo roto por el murmullo de la olas que morían a pocos metros de su cabaña. Anselmo se aseó rápido y tras un suculento desayuno estaba listo para continuar su andadura, ese mañana se trasladaría a Fakarava, un atolón más al sur y  también de grandes dimensiones, su laguna abarcaba una superficie de 1.000 kilómetros cuadrados y estaba abierta al mar por dos pasos, uno en el norte, Garuae, el más ancho de la Polinesia (800 mts.) y otro en el sur,  Tumakohua. La actividad de la isla se concentraba en el norte donde estaba el aeropuerto y Rotoava, la población más habitada.
Fakavara era el paraíso para quienes buscaran reposo y playas solitarias, también los amantes del buceo encontraban aquí su edén, testimonio de su extraordinaria riqueza submarina era que la UNESCO hubiera declarado al atolón “reserva de la biósfera”. La isla era un reconocido punto mundial para el buceo deportivo y a ello iban la mayoría de los visitantes, en los quince días que Anselmo llevaba en Polinesia apenas había buceado como dios manda, aprovecharía que estaba allí para hacerlo más detenidamente. Al sur del atolón estaba la villa de Tenamanu, cerca del paso sur y antigua capital de las Tuamotu en el siglo XIX; a las afueras de esta se encontraba la Pensión Raimiti, establecimiento sencillo de estilo tradicional muy utilizado por los asistentes al centro de buceo próximo al paso sur, allí pasaría la noche Anselmo y se prepararía para la inmersión del día siguiente, de momento y tras instalarse en la habitación asignada, salió dispuesto a visitar una granja para el cultivo de perlas, el Gauguin’s Pearl era el único vivero de Fakarava y tenía visitas guiadas donde explicaban todo el proceso de cultivo y recolección, Anselmo ya venía ilustrado de Papeete donde lo había visto y oído en el museo de la perla negra pero aquello era distinto, ahora estaba sobre el terreno y todo ganaba muchos enteros. Al igual que en el museo, el Gauguin’s Pearl tenía una pequeña tienda en la que vendían nácar, perlas sueltas y engarzadas, tenían además una oferta curiosa…por unos cincuenta dólares elegías y te abrían una ostra, si esta llevaba perla te la quedabas, Anselmo no tuvo suerte.
A la mañana siguiente temprano todo el grupo estaba dispuesto a disfrutar por unas horas de los tesoros submarinos del paso sur de Tumakohua, no debían esperar encontrar naufragios o galeones hundidos, allí solo había naturaleza en el sentido más puro. Embarcados en una lancha rápida con toldilla alcanzaron el punto deseado a indicación del patrón y guía de la expedición, una vez convenientemente pertrechados uno tras otro fueron introduciéndose en las aguas claras de un mar en calma; una vez abajo, a muchos metros de la superficie, se encontraron rodeados de rosas y árboles de coral, entre la maraña de esa peculiar jungla submarina habitaban cardúmenes de peces pequeños moviéndose aquí y allá en busca de alimento. En el margen interior derecho del paso existía un estrecho valle el cual en algunas épocas del año, solía ser frecuentado por diversos tipos de tiburones (limón, de punta blanca o martillo), tuvieron suerte y pudieron ver un par de estos últimos a cierta distancia, el lugar era conocido como “el hoyo de los tiburones”. Las condiciones submarinas particulares de la zona hacían posible la proliferación de ramas y rosas ornamentales de coral; el aire en las botellas se acababa y debían volver a la superficie, una vez de nuevo en la lancha regresaron a la base cansados pero satisfechos por todo lo visto y experimentado.
Las Tuamotu en su conjunto albergaban kilómetros de playas desiertas bañadas por unas aguas transparentes como el cristal, cuyos destellos tenían tintes verdosos, celestes, turquesa y violáceos; millares de peces de las más diversas formas y colores surcaban sus fondos cuyas aguas llegaban a alcanzar temperaturas de 28 grados. Aquellos anillos dorados salpicados por el verde de sus cocoteros, quedarían grabados para siempre en las retinas de Anselmo que como buen viajero, agradeció a la vida la oportunidad que le daba por poder compartir aquellos tesoros de la naturaleza.


La aventura debía continuar y su próximo destino estaba en el archipiélago de las Marquesas, el más grande y alejado de la Polinesia Francesa a 1.800 kilómetros de Tahití; las islas fueron descubiertas por casualidad en 1595 por el español Álvaro de Mendaña que llegó a las costas de Hiva’Oa tras un error de navegación, fue el mismo quien les puso el nombre en honor del virrey de Perú, García Hurtado de Mendoza y Martinez, marqués de Cañete; el archipiélago compuesto por catorce islas, de las cuales tan solo seis estaban habitadas, se dividía en dos grupos: las islas del norte en torno a la isla grande de Nuku Hiva y las islas meridionales rodeando a la isla principal de Hiva’Oa.
El vuelo partió del aeropuerto de Rangiroa pasadas las diez de la mañana, una hora más tarde aterrizaban en la isla de Nuku Hiva; al pisar tierra la primera impresión distaba bastante de las expectativas creadas desde el aire pues en las panorámicas vistas por las ventanillas, se apreciaba una isla verde con costas agrestes y múltiples acantilados y bahías irregulares, un aspecto totalmente distinto al lugar de donde venían. Los alrededores del aeropuerto situado en la parte noroeste de la isla, eran conocidos como “el desierto” y en cierto modo obedecían a ese nombre en vista del terreno árido y seco en el que se encontraba, las zonas este y sur eran la antítesis pues la planicie central se abría a profundos valles húmedos y frondosos, y ya en la costa a bahías protegidas entre las que destacaba la de Taiohae.


La mayor parte de las islas Marquesas eran de origen volcánico, de hecho la bahía de Taiohae era un antiguo cráter hundido anegado por las aguas del mar en cuyos extremos, formando la entrada de la bahía, presentaba dos islotes, al fondo de la misma estaba situada la villa de Taiohae actual capital y centro administrativo de las Marquesas, protegiendo sus espaldas el monte Muake de 864 metros de altitud se elevaba perdiéndose entre las nubes. A diferencia de los otros archipiélagos visitados en días previos, en este las islas carecían del arrecife protector alrededor de las mismas y por tanto las paradisíacas lagunas típicas de la Sociedad estaban ausentes, esta misma ausencia de barrera de arrecife era la responsable de la existencia de una fauna pelágica abundante próxima a las costa; era frecuente encontrar rayas manta, leopardo o jaspeadas, tortugas, grandes barracudas, tiburones martillo, punta blanca y punta negra, delfines y otras muchas especies de aguas más profundas.
Anselmo ya había experimentado en sus carnes las diversas formas de alojamiento existentes en las islas, desde los lujosos y típicos overwater bungalows a las cabañas con encanto a escasos metros de la laguna, pasando por pensiones y hoteles de categorías inferiores, todos tenían algo especial que los hacía atractivos; en Taiohae lo haría en la pensión Moana Nui, esta estaba situada en el centro del cerrado arco que formaba la bahía en la que destacaba un pequeño e irregular espigón; la población era pequeña, con escasos 1.700 habitantes, las casas sencillas y de escasa altura, estaban salpicadas por todo el litoral, próxima a la pensión se levantaba en un parque la catedral de Nôtre Dame en la cual, al igual que en otros centros de culto, era digno de ver en los días de celebración a las mujeres engalanadas con sus mejores vestidos y tocadas por llamativos sombreros; después de comer se inscribió en una excursión por la isla, era una forma de hacer ecoturismo de forma rápida dado que de forma individual y con lo escarpada que era la isla apenas habría visto nada. Salieron en un enorme 4 x 4 siguiendo pistas de tierra que los iban introduciendo por profundos valles, en la antigüedad dado lo abrupto del terreno muchos de ellos tan solo se comunicaban por mar convirtiéndose en pequeños reinos que frecuentemente entraban en conflicto con sus vecinos, siendo temidos sus guerreros tanto por la fiereza de sus razias como por sus prácticas caníbales, tradicionalmente los hombres se tatuaban todo el cuerpo incluida la cara, lo cual les daba un aspecto aún más feroz. Visitaron numerosos núcleos arqueológicos en los distintos asentamientos, unos olvidados, otros convertidos en pequeños poblados, datados en los siglos XII y XIII de nuestra era, los restos de templos (me’ae), plataformas de piedra como base de las cabañas (pa’epa’e) y sobre todo estatuas de piedra (tiki) eran muy abundantes. Anselmo pudo comprobar la riqueza de aquellos valles en vegetación y árboles frutales entre los que destacaban por su abundancia cocoteros, bananeros, mangos, papayos, pomelos, naranjos y limoneros; así mismo la presencia de flores era continua,  buganvillas, laureles, hibiscos, jazmines y rosas.


A la mañana siguiente Anselmo embarcaría en el Aranui, un carguero reconvertido en barco turístico cuyos precios eran más asequibles al viajero que los cruceros convencionales, sus principales rutas estaban localizadas en el área de las Tuamotu y las Marquesas con trayectos esporádicos al archipiélago de las Gambier, él tan solo se trasladaría a la isla de Hiva’Oa en el grupo meridional; la isla era la más grande del archipiélago sur, montañosa y selvática, su nombre significaba en marquesano “la larga cresta” pues era una porción de terreno alargado con 40 kilómetros de longitud por 10 de ancho; su capital Atuona, estaba situada al sur de la isla al pie del monte Tematiu de 1.276 metros de altitud. Se decía que en la época pre-europea la isla estuvo densamente poblada, muestra de ello eran los numerosos restos arqueológicos, pero en la actualidad había unos escasos 2.000 habitantes. La isla era famosa por haber sido la última morada del pintor francés Paul Gauguin, en la actualidad sus restos descansan junto a los de otros famosos como el cantante y cineasta belga Jacques Brel en el cementerio del Calvario, a la afueras de la ciudad. Gauguin se retiró a las Marquesas en 1.901 buscando reencontrar la inspiración, allí pintó sus famosas mujeres polinesias y esculpió numerosas tallas y bajorrelieves en madera; Anselmo visitó su tumba sorprendiéndole la sencillez de la misma formada por un túmulo de piedras oscuras a los pies de las cuales con pintura blanca rezaba una escueta inscripción ”Paul Gauguin 1903”; más tarde se pasó por Centro Cultural Paul Gauguin el cual albergaba el museo que la ciudad de Atuona le dedicaba con numerosas copias de sus obras, la reconstrucción de su casa “Maison du Jouir” y una reproducción de la escultura en bronce de Oviri. Aquella tumba, aquellas pinturas, aquellas escarpadas montañas y sus selvas tropicales ricas en flores y árboles frutales, darían por concluida su estancia en las islas Marquesas; unas horas más tarde volvería en un corto vuelo a la isla grande de Nuku Hiva y desde allí al día siguiente,  regresaría a Papeete dispuesto a pasar sus dos últimos días en los Mares del Sur

sábado, 13 de abril de 2013

Anselmo viajero - II Parte: Islas de la Sociedad


El archipiélago de la Sociedad era el más conocido y visitado de la toda la Polinesia Francesa, Papeete, su capital, era el centro neurálgico del comercio entre las islas, también la puerta de entrada o salida entre el archipiélago y el mundo exterior. Anselmo llevaba ya un par de días moviéndose por Tahití, por fin había hecho su sueño realidad viajando a los lejanos Mares del Sur y todo lo que estaba experimentando superaba con creces las aspiraciones creadas antes de partir desde España.
Una vez visitados el mercado municipal y el museo de la perla, su segunda jornada en la isla la había dedicado a seguir explorando la ciudad y sus alrededores. El nombre de Papeete significa “cesto de agua” y en cierto modo toda la ciudad estaba volcada con el mar siendo el Paseo Marítimo una de sus arterias principales; yendo por él en dirección al centro llegó a la gran plaza To’ata, lugar de encuentro para múltiples manifestaciones, allí disfrutó de las actuaciones de músicos y grupos de danza que asiduamente se congregaban para ensayar aprovechando las instalaciones y sonorización del lugar.


Un poco más adelante pasó por la playa Sigogne, lugar clave para la piragua tradicional, raro era el momento del día en el que no había embarcaciones entrenándose en la laguna. Igualmente integrada en el paseo marítimo estaba la plaza Vaiete, antiguo centro de los espectáculos de canto o danza durante las fiestas de Heiva, junto con la vecina To’ata formaban un centro lúdico cultural muy visitado por las familias en los atardeceres tahitianos. El muelle de los ferry y el puerto mercante con la base de la marina ponían fin a la zona turística del paseo, más allá la zona portuaria e instalaciones aduaneras ocupaban un antiguo motu que en su día fue residencia real, hoy unido a tierra firme por un puente que atraviesa la laguna y desemboca en un gran dique, desde el final de este la vista de la bahía de Papeete, la ciudad y la montaña como fondo, era impresionante.
La mañana del cuarto día cogía un ferry y se trasladaba a la vecina isla de Moorea separada tan solo por 17 kilómetros de Tahití, empezaba así su tour por los archipiélagos. Moorea por su proximidad con Tahití también es  llamada la isla hermana, su nombre significa “dragón dorado” y cuenta una leyenda que un dragón gigante partió con su cola las dos bahías existentes al norte de la isla, estas bahías son la de Opunohu y la de Cook o Paopao y ambas estaban anotadas en el cuaderno de Anselmo como lugares a ser visitados. La misma proximidad con la isla grande de Tahití hicieron que en el pasado fuera lugar de refugio para los guerreros derrotados, hasta el mismo rey Pomare II estuvo allí durante siete años tras una revuelta fallida por conseguir un poder absolutista. Hoy en día aún muchos tahitianos acuden a Moorea como refugio de fin de semana para huir del bullicio de Papeete.


Tras media hora de travesía durante la cual disfrutó de un paseo inolvidable con vistas impresionantes de ambas islas, Anselmo puso los pies en la isla mágica, en ella empezaría a notar los elevados precios de aquellas tierras las cuales llevaban unidas la preciosidad de su entorno con la exclusividad de sus visitantes. Durante los dos días que permanecería en la isla se alojaría en el Sofitel Beach Resort ubicado en la playa de La Ora, una de las más hermosas de la isla, allí se relajaría ocupando uno de los famosos overwater bungalow tan característicos de Polinesia, aunque eso supusiera pagar el doble que por una de las habitaciones en tierra firme. Un servicio de minibús lo trasladó al hotel y si todo el trayecto hasta allí, fue una explosión de colores y contrastes, cuando llegó y entró en el complejo turístico la cosa fue en aumento; el hotel se encontraba en una laguna de aguas tranquilas con playas de arena blanca, a su espalda una montaña verde y salvaje se perdía en las alturas llegando a las nubes que jugaban con su cima. Flotando sobre la laguna hileras de bungalós polinesios se distribuían armónicamente comunicados por una maraña de pasarelas, otros en cambio se ocultaban tímidamente entre jardines silvestres y bien cuidados; una vez registrado fue acompañado a su bungaló por un mocetón sonriente que llevaba sus maletas y no dejaba de darle la bienvenida, poniéndose a su servicio para cualquier cosa que necesitase durante la estancia, su nombre era Paul.


El resort contaba con 114 de estos paradisíacos bungalós distribuidos a ambos lados de dos pasarelas que zigzagueando se adentraban en la laguna, el suyo era el 25 situado a medio camino de la orilla; aquellas pequeñas villas flotantes aunaban modernidad y tradición local pero por encima de todo destacaban su belleza y elegancia; cuando cerró la puerta tras de sí, se encontró frente a una amplia estancia con grandes ventanales en uno de cuyos extremos, una enorme y mullida cama con dosel ocupaba todo un lateral, frente a ella en el otro extremo de la habitación una puerta corredera daba paso a la terraza desde la cual, había un acceso directo a las cristalinas aguas de la laguna. En el centro del salón parte del suelo tenía una ventana con vistas al fondo marino cuya transparencia permitía recrear la vista mirando el ir y venir de las variadas especies marinas que habitaban la laguna, Anselmo pasaría buenos ratos mirando por aquel ojo de pez.
Una vez instalado y después de un breve descanso sentado en el diván de la terraza con la vista puesta en el horizonte, donde entre brumas emergía la silueta de Tahití, estaba listo para iniciar la exploración de la isla. Moorea tenía un perímetro de unos 65 kilómetros por lo cual en pocas horas podía dársele la vuelta entera deteniéndose donde le pareciera, para ello alquiló un scooter y se dispuso a iniciar la aventura sino en toda la isla, si en parte de ella. Se dirigió hacia el norte metiéndose por una carretera interior que dejaba a su derecha toda la zona del aeropuerto, siguió hasta encontrar nuevamente la costa saliendo junto al Moorea Pearl Resort, otro de los muchos hoteles de lujo repartidos por la isla, llamó su atención a la entrada del mismo una estatua en piedra del dios Tiki armado con una lanza el cual presidía la gran pérgola que hacía las veces de vestíbulo en el resort, como en todos, predominaba el verde rabioso de los jardines plagados de esbeltas palmeras y vegetación.
Reanudó su camino con la bahía de Cook como siguiente destino, un cuarto de hora más tarde llegaba al punto donde una ancha lengua del mar se adentraba entre las colinas creando una profunda muesca en el contorno del litoral; siguió a buen ritmo por la carretera que bordeaba la bahía siempre con las aguas turquesas a su lado derecho y las estribaciones escalonadas que se perdían en lo alto de las colinas a su izquierda, el tráfico era escaso y eso le permitía centrarse en el paisaje. Numerosas embarcaciones de todo tipo se mecían fondeadas a lo largo de la profunda bahía, desde su scooter Anselmo podía ver las caras relajadas de sus ocupantes mientras a él una brisa suave le agitaba la camisola de vivos colores a medida que llegaba al fondo de aquella maravilla de la naturaleza. Encontró una pequeña playa desierta, las palmeras en aquel punto llegaban hasta la misma orilla siendo lamidas por unas aguas tranquilas de azules cambiantes; detuvo la moto y dejándola a salvo fuera de la arena, se dispuso a disfrutar de aquellas aguas cristalinas, su transparencia permitía vislumbrar con total nitidez sus fantásticos fondos marinos ricos en una fauna multicolor que sin ningún reparo, se aproximaban a su cuerpo con delicada curiosidad.
Continuó ruta hasta la vecina bahía de Opunohu, donde realmente James Cook echó sus anclas en 1777, al igual que la anterior era una bahía  espléndida de belleza espectacular. De ahí se dirigió hacia el interior ascendiendo por una pista de tierra que le llevó a uno de los puntos de interés anotado en su cuaderno, el mirador de Belvédere, desde allí arriba se tenía una de las vistas más impresionantes de las islas de la Sociedad. Una vez llegado al mirador se dominaban las dos bahías gemelas separadas por la montaña sagrada de Rotui de 900 metros de altitud, lugar al que ascendían senderistas experimentados siempre con un guía pues las cuatro horas de ascensión requeridas, implicaban cruzar pasos abruptos y peligrosos.
De nuevo en el llano junto a la costa, se acercó a otro de los espectaculares hoteles de la zona, el Inter Continental Resort & Spa, allí tenía dos citas ineludibles que llevaba tiempo esperando; por un lado nadaría con delfines en la laguna, el Moorea Dolphin Center tenía allí sus instalaciones y entre otras actividades, algunos de sus delfines estaban entrenados para interactuar con los viajeros, por fin comprobaría si era verdad ese mito de que algo cambia en uno cuando se entra en contacto con ellos, aquel centro practicaba sesiones de Delfino-terapia aprovechando la sensibilidad de estos animales y su sentido de ecolocalización que actúa sobre nuestras ondas cerebrales. Por otro lado el resort contaba con una clínica de tortugas marinas aprovechando un espacio en la laguna privada, la fundación Te Moana recuperaba allí tortugas dañadas y las devolvía a su hábitat natural;  Anselmo como buen amante de la fauna marina aprovecharía la ocasión para visitar sus instalaciones.


Se hicieron las cinco de la tarde y era hora de regresar, de camino al hotel se detuvo en un pequeño poblado en cuyas inmediaciones sabía de la existencia de unos restos arqueológicos, el Marae de Nuupere, los maraes eran construcciones utilizadas como lugares de culto a sus dioses, de respeto a sus jefes o de encuentro comunitario entre los clanes familiares de los Mahoi; el de Nuupere estaba situado en una zona despejada de la selva y se trataba de una terraza construida por bloques de coral y placas de piedra calcárea, tras pegar un vistazo por los alrededores Anselmo continuó su camino. Durante todo el recorrido de ese día no perdió de vista el monte Mouaroa destacando del perfil montañoso de Moorea en cuyas vertientes predominaban las plantaciones de piñas, aguacates y pomelos; pudo comprobar la espesa vegetación existente a poco que dejaras la carretera de circunvalación y te adentraras en el interior de la isla, un tupido manto verde se tragaba cualquier carretera o pista de tierra haciendo desaparecer a cualquiera que se aventurase en sus profundos valles o sublimes colinas.


Antes de volver al hotel subió al mirador de Taotea, desde su balconada, limitada por un discreto pretil de piedra oscura, se tenía una fantástica panorámica de la laguna con los bungalós del Sofitel destacando en la orilla de la playa y en la lejanía, el perfil de Tahití, la barrera coralina y más allá de esta el vasto y azul océano; fue una bonita imagen antes de retirarse a su resort y disfrutar  el resto de la jornada de sus servicios e instalaciones. El día siguiente lo dedicaría a visitar la playa de Tamae, una larga franja de arenas  blancas a orillas del lagoon, de poca profundidad y con estupendas vistas sobre Tahití; allí contrataría una de las excursiones para practicar snorkel (buceo de superficie) y experimentaría sensaciones nuevas dando de comer a rayas y tiburones limón, muy abundantes en aquellas aguas. Su último acontecimiento en la isla digno de mención y anotado en su cuaderno de bitácora como imprescindible de ver fue la visita al Tiki Village Theatre, era una especie de parque temático polinesio en el que desde hacía unos veinte años se representaba la vida cotidiana de las islas. El poblado ofrecía gratas veladas tahitianas con espectáculos de hasta 60 artistas, bailarines y  músicos, ejecutando las famosas danzas del fuego; en aquel marco idílico sus pobladores compartieron con él y le hicieron descubrir su cultura, su arte y sus bailes, del tatuaje al tradicional horno tahitiano escavado en la arena y cubierto con hojas de palma, de allí se llevaría una buena muestra de su artesanía, una pulsera trenzada y una pequeña  figura de piedra del dios Tiki; con el sol ocultándose en el horizonte, Anselmo regresó a su bungaló sobre la laguna dispuesto a pasar su última noche antes de seguir su recorrido por las islas de la Sociedad.

ISLAS DE SOTAVENTO

Su siguiente destino lo llevaría a la islas más occidentales del archipiélago alejadas en un rango de 200 a 600 kilómetros de Tahití, la primera en visitar sería la de Huahine, al igual que ocurría con Tahití estaba formaba por dos penínsulas montañosas unidas por un estrecho istmo que separaba  las bahías de Maroe y Bourayne; la porción de mayor tamaño era conocida como Huahine Nui y la más pequeña Huahine Iti, la capital Maeva se encontraba en el extremo noreste de la isla grande y en sus inmediaciones, sobre la rivera del lago Fauna Nui, se ubicaban gran cantidad de restos arqueológicos datados entre los años 850 d. C. y 1100 d. C. pues Huahine era la isla con mayor cantidad de ellos restaurados, por lo que visitarla era reencontrarse con el pasado lejano del pueblo polinesio. La explotación turística de la isla era moderada de hecho tan solo había dos complejos hoteleros, uno de lujo él Te Tiare Beach y el Relais Mahana de categoría turista superior, los ingresos isleños se completaban con el cultivo de vainilla y copra así como los procedentes de la pesca; la isla era escala obligada de los cruceros y mercantes que cubrían los itinerarios semanales entre Papeete y Bora Bora por lo que el trasiego de personas era fluido.
Anselmo tras visitar varios de los centros arqueológicos más significados de la isla poco más hizo allí, paseó por sus playas de arena blanca  deteniéndose en la de Avea, de la que se decía era de las más bonitas de Oceanía; una vez concluido su recorrido playero, esperó pacientemente disfrutando de una buena comida, la hora para coger un pequeño avión que lo trasladaría a su siguiente destino, las islas de Raiatea y Tahaa.


Escasos diez minutos de vuelo le bastaron para trasladarse a la primera de las dos islas; Raiatea era la segunda más grande del archipiélago tras Tahití y compartía un mismo escollo coralino con su isla vecina Tahaa por lo que ambas eran bañadas por las aguas de la misma laguna. En los tiempos de mayor auge la isla fue el centro ceremonial y religioso por excelencia de Polinesia de ahí el sobrenombre de “isla sagrada”; el gran tempo (marae) de Taputapuatea dedicado al dios Oro era el más importante de las islas y a él acudían de todos los rincones surcando las aguas en sus grandes canoas para las grandes ceremonias. Su orografía como otras islas de la Sociedad era montañosa con una altitud máxima en el monte Tefatoaiti de 1.017 metros, una de las curiosidades de la isla era la existencia en su cadena montañosa de una flor única, endémica y símbolo de la isla, la tiare apatahi, se trataba de una gardenia blanca de cinco pétalos en forma de mano que se abría de madrugada con un ruido característico, Anselmo aquella noche captaría su famoso rumor antes de quedar fascinado por un nuevo amanecer en aquel paraíso.
La isla era poco frecuentada por los turistas pero no por ello menos interesante pues por algo fue la más importante en un tiempo lejano, de allí partieron los intrépidos polinesios en sus canoas a vela para colonizar las islas Hawaii y Nueva Zelanda. Cubierta por una tupida vegetación y abundantes cascadas, la isla era puro verde, verde sobre verde, intenso, salvaje, era un edén tocado por la mano de dios no obstante a diferencia de otras islas del archipiélago, carecía de las típicas playas de arena blanca aunque no por ello sus aguas estaban exentas de atractivo pues adquirían los matices más variados de turquesa, cobalto y esmeralda, sumergirse en ellas era entrar en un mundo sin igual de corales y peces de colores. Esa noche Anselmo se alojaría en el Raiatea Hawaiki Nui situado en una pequeña bahía al sur de Uturoa, la población de mayor tamaño, y desde allí exploraría la isla antes de seguir camino saltando a su vecina.
Por la mañana temprano abandonó el hotel y salió destino a Tahaa, la isla apenas estaba separada de Raiatea por 4 kilómetros, el trayecto lo hizo en una lancha que hacía las veces de taxi acuático; con 88 kilómetros cuadrados era una isla pequeña en la que destacaba el monte Ohiri con 590 metros de altitud, toda la actividad isleña estaba dedicada al cultivo de la vainilla de hecho allí se producía el 80% de toda la Polinesia Francesa, la variedad allí creada autóctona de la isla, era muy apreciada por su perfume y la riqueza de su aceite, llegando a considerarse a la vainilla la verdadera perla negra de Tahaa. Anselmo dio una vuelta por la isla contratando una excursión a su interior en todoterreno donde pudo disfrutar de las suaves colinas, la paz de sus valles y el rumor de sus cascadas, hicieron un alto en una plantación de vainilla donde les explicaron el proceso de cultivo y recolección de esta apreciada especia, ya a media tarde regresaba a Patio, la villa principal desde la que volvió a Raiatea para desde allí enlazar con el último de sus destinos en las islas de la Sociedad, la mítica Bora Bora.


Bora Bora, la perla del Pacífico como la llamó James Cook, quizás la isla más famosa de toda la Polinesia y una de las más bonitas; Anselmo estaba a punto de poner los pies en ella y con ello terminar su periplo por las islas de la Sociedad. La isla estaba formada por un volcán extinto rodeado por una laguna separada del mar por un arrecife, cumplía por tanto todos los cánones de estas islas del Pacífico pero Bora Bora era algo más y ya desde el aire se diferenciaba del resto. Toda la isla estaba rodeada por motus alargados y de cierta anchura, cubiertos de vegetación y perfilados por una franja de la arena más blanca, en algunos de ellos estaban instalados los resorts de mayor categoría y en uno de ellos se alojaría Anselmo.
El centro de la isla estaba dominado por el monte Otemamu de 727 metros de altitud, en torno a él descendían verdes colinas, profundos valles, ríos adornados con hermosas cascadas y al llegar a la costa, lenguas de arena blanca eran bañadas por aguas turquesas y cristalinas que se perdían calmadas buscando el arrecife. La laguna de Bora Bora era tres veces su superficie terrestre ofreciendo una impresionante gama de luces y colores, en el sudeste de la isla se encontraba el Coral Garden, un espectacular parque natural submarino con cientos de especies tropicales.
Allí tendría Anselmo una de las experiencias más excitantes de su vida, dar de comer a los tiburones. La excursión partió tras el desayuno, una veintena de personas alojadas en el hotel se trasladaron a una lancha amplia con dos puentes y una bañera considerable, que esperaba en el muelle a sus invitados, una vez todos estuvieron a bordo soltó amarras rumbo al mar exterior. Cuando esta llegó al punto escogido, el grupo se sumergió con gafas y respirador sujetos a una soga para evitar ser arrastrados por la corriente; el guía, un polinesio tranquilo y sonriente se sumergió con ellos y empezó a cebar el entorno sacando de un bote pedazos de pescado, el agua cristalina proporcionaba un buen campo de visión y pudieron apreciar la proximidad de cientos de peces de colores en busca de un bocado con el que llenar sus estómagos pero de pronto aparecieron, primero uno, tres, cuatro y así hasta más de veinte tiburones que nadando en círculo en torno al grupo, calculaban el momento de lanzarse a por sus presas. La gente estaba hipnotizada ante aquellos seres de líneas armónicas y cuerpos vigorosos que por momentos se aproximaban a tan solo unos metros; más tarde, de regreso hacia la isla y una vez pasado el subidón de adrenalina, nadie podía creer lo que había visto y experimentado momentos antes.
Aquellas islas habían calado en Anselmo con fuertes raíces, en los dos días que estuvo allí aprovechó al máximo su tiempo que muy a su pesar, volaba como el viento; navegó en piragua por la laguna disfrutando de sus fondos traslúcidos y sus tranquilas aguas, buceó entre corales de vivos colores dejando que una fauna confiada y multicolor se le acercara sin ningún temor, realizó un safari-tour alrededor de la isla, visitando sus lugares arqueológicos y subiendo a los miradores panorámicos que salpicaban las colinas pero no hubo tiempo para más, el tiempo en las islas de la Sociedad había acabado y él debía seguir su camino explorando otros archipiélagos.

domingo, 7 de abril de 2013

Anselmo viajero - I Parte: Rumbo a Papeete



Por fin el tan esperado momento se aproximaba, en pocos días haría realidad su largamente soñado viaje a los Mares del Sur y esta vez iba en serio. Anselmo, hombre previsor y organizado, lo tenía todo planificado con detalle y en su cuaderno de bitácora tenía cientos de anotaciones en las cuales, a modo de sugerencias, recomendaciones o avisos, había ido apuntando en los últimos meses, todas las cosas que consideraba podían serle de interés: pueblos, playas, arrecifes y atolones, tiendas y bares, restaurantes, hoteles… y así un largo etcétera de pequeños apuntes que una vez sobre el terreno podían serle de mucha utilidad. Llegar con un conocimiento previo de lo que quería ver y donde localizarlo, le facilitaría considerablemente sus movimientos por las islas no obstante, también quería dejarse sorprender por lo imprevisto e inesperado que pudiera ir surgiéndole a cada paso que diera por aquel paraíso tropical.
La Polinesia Francesa abarcaba una superficie marítima de cuatro millones de kilómetros cuadrados, similar a la extensión de Europa, no obstante la tierra emergida apenas suponía cuatro mil de estos kilómetros repartidos en 118 islas divididas en cinco archipiélagos. Esta vasta región estaba en el centro de una aún más extensa conocida genéricamente como Polinesia,  cuyos límites formaban un triángulo en el océano Pacífico; el vértice norte de este triángulo lo formaban las islas Hawái, al este el límite lo marcaba la chilena isla de Pascua y al oeste Nueva Zelanda, dejando al norte de esta dos regiones conocidas como Melanesia y Micronesia. Anselmo era consciente de que debía marcar muy bien sus destinos pues a pesar de las tres semanas que iba a pasar en aquellas aguas, era mucho lo que había por ver y no podía permitirse andar a ciegas desperdiciando su tiempo que sabía una vez allí, volaría como una ráfaga de viento, de ahí lo valioso que podría resultarle su cuaderno de notas.
El día señalado llegó, por delante tres semanas de aventuras y una bacanal de colores e imágenes exóticas por descubrir; tenía marcado su itinerario principal pero gran parte de su estancia en las islas no estaba planificada, iría por libre siguiendo los consejos plasmados en su preciado cuaderno. Una vez en Tahití buscaría medios de transporte alternativos para acercarse a algunas islas menores que tenía en mente visitar, cada una era distinta y poseía un motivo por el que ser estudiada. El eje principal de su viaje no difería mucho de los destinos convencionales, a partir de Tahití saltaría a la vecina Moorea para luego volar a Bora Bora, Raiatea y Huahine; la segunda mitad de su estancia la dedicaría a saltar por algunos atolones de las islas Tuamotu y acercarse a las Marquesas, en función de cómo fuera de tiempo a su regreso a Tahití quizás se acercara al archipiélago de las Australes a ver la migración de ballenas jorobadas que cada año por esas fechas, se dejaban ver entre aquellas islas.
Y allí estaba Anselmo paseando por la T4 de Barajas cuando por los altavoces anunciaron la próxima salida de su vuelo con destino a Santiago de Chile, se dirigió con buen paso a la zona de embarque y tras serle cuñado el pasaje por una sonriente señorita, accedió al finger por el que se introduciría en la aeronave de Iberia que lo llevaría al otro lado del charco.
Doce horas más tarde Anselmo pisaba tierra chilena y allí pasaría las cuatro horas siguientes hasta tomar un vuelo de Lan Airlines que lo llevaría hasta Papeete, haciendo una escala técnica en la isla de Pascua. El aeropuerto de Santiago era de los más modernos y eficientes de América latina, estando considerado como un importante centro de conexiones aéreas entre América del Sur, Oceanía, América del Norte y Europa; así pues Anselmo tenía tiempo de sobra para conocer sus instalaciones antes de partir hacia su destino final.
La isla de Pascua era un territorio remoto en medio del océano a más de 3500 kilómetros de Santiago, llegar hasta ella les llevaría algo más de  cuatro horas pero confiaba que valiera la pena el trayecto y a ser posible tener la ocasión de ver los enigmáticos moais, enormes figuras de piedra granítica talladas en un pasado incierto por los rapanui. La isla con poco más de 163 kilómetros cuadrados, albergaba a unas miles de almas congregadas en su capital Hanga Roa, única población habitada; el turismo era la principal fuente de ingresos llegando vuelos diarios tanto de Chile como de Tahití; en uno de ellos aterrizaría un excitado Anselmo.


Tras una visita fugaz al Parque Nacional Rapa Nui donde pudo ver las canteras en las que fueron tallados los numerosos bloques de piedra que más tarde se convertirían en figuras misteriosas y vigilantes, repartidas por todas las costas de la isla, su avión despegaba nuevamente del aeropuerto de Mataveri esta vez ya con destino a la paradisíaca Tahití; el deseo por llegar ya se dejaba notar, una vez pisara Papeete llevaría casi veinticuatro horas de vuelo a sus espaldas con dos escalas de algo más de cuatro horas cada una, por tanto tan solo deseaba llegar a un destino estable y recuperar fuerzas sobre una mullida cama junto al mar.
Tras salir de entre unas nubes apareció el contorno inconfundible de Tahití, elevándose sobre las aguas turquesas emergía una isla circular conocida como Tahití Nui, en uno de cuyos extremos se prolongaba con una porción de dimensiones mucho menores y de perímetro ovalado denominada Tahití Iti, ambas se unían por un estrecho istmo. Todo el conjunto terrestre estaba rodeado por una laguna de aguas tranquilas cuyos límites venían marcados por una barrera de arrecifes de coral y pequeños motus. A medida que la aeronave se aproximaba descendiendo sobre la isla principal, esta iba  aumentando de tamaño adquiriendo un color verde intenso propio de la naturaleza salvaje que allí se vivía, contrastando con el azul del vasto océano que la rodeaba.


Minutos más tarde el vuelo 357 de Lan Airlines rodaba por las pistas del aeropuerto internacional de Faa’a en dirección a la terminal y un poco más tarde, Anselmo pisaba por fin tierra polinesia. Papeete era la capital de la Polinesia Francesa y ciudad más grande del archipiélago de la Sociedad, allí se llegaba o desde allí se salía al mundo exterior por aire o por mar; una vez entró en el gran vestíbulo se le acercó una sonriente chica de ojos rasgados ataviada con el típico pareo, Maeva le dijo dándole la bienvenida a la isla al tiempo que colgaba de su cuello el habitual collar de flores; recogido el equipaje salió al exterior notando el incremento de temperatura, allí adecuadamente ordenados, una hilera de taxis esperaban a los recién llegados, sus chóferes con una enorme sonrisa se les acercaban haciéndose cargo de las maletas que rápidamente desaparecían dentro de los portaequipajes. En esa tierra todo el mundo te sonreía.
Anselmo había elegido para su estancia en la isla un hotel en el centro, el Tiare Tahití, era un establecimiento sencillo que cubría sus necesidades sin grandes alardes; ubicado muy próximo al puerto del que solo le separaba el Boulevard de la Reina Pomaré IV, quedaba cerca de los principales puntos de interés. El Parc Bougainville era un hermoso jardín que tenía con tan solo cruzar la calle, alegrándole la vista por el oeste cada vez que salía a la terraza de su habitación, las vistas por el norte estaban reservadas a las aguas turquesas de la laguna; en un radio de poco más de quinientos metros tenía la catedral de Notre-Dame, el museo de la perla, el ayuntamiento o el mercado de Papeete, todos lugares dignos de ser visitados sin prisas y con detalle.
Llegó agotado y excitado a la vez por todo lo que había visto durante el trayecto hasta el hotel, una vez convenientemente registrado en recepción, subió a su habitación en el tercer piso y tras dejar las maletas a un lado se dio una reconfortante ducha, tras ella quedó tendido sobre la cama no tardando en pasar al mundo de los sueños donde quien sabe si soñó con perlas negras, muchachas de rítmicas caderas o tesoros perdidos en la profundidad de aquellos paraísos. Bien entrada la noche abrió los ojos y quedó mirando al techo, por unos momentos dudó del lugar en el que se encontraba pero su confusión fue fugaz y pronto se reubicó; se incorporó y salió a la terraza, el silencio era total y la luna jugaba con su reflejo sobre las aguas tranquilas de la laguna, Anselmo inspiró hondo notando el olor a mar en sus fosas nasales y con su fragancia aun flotando en el ambiente, regresó a la cama donde no tardó en volver a dormirse.
Bajó temprano a desayunar, sus dos primeros días habían volado como por encanto, el tiempo corría; ahora descansado y con las fuerzas recuperadas estaba listo para iniciar su aventura en los Mares del Sur. Anselmo hablaba un fluido francés aprendido durante años en el colegio bilingüe donde cursó su enseñanza primaria, era su segunda lengua y ahora gracias a ella se desenvolvería por las islas como un nativo más. En la recepción se informó sobre visitas guiadas a la isla y lugares de interés, llevaba su cuaderno de notas es cierto, pero no estaba demás indagar sobre el terreno por si algo hubiera pasado por alto en la lejana España.
Salió a la calle, la mañana era magnifica y un sol radiante destacaba sobre un cielo limpio de nubes; la Avenida del General de Gaulle empezaba a llenarse de tráfico a medida que la ciudad despertaba, cruzó la calle y entró  en el parque Bougainville, a esas horas estaba tranquilo y apenas había gente. Según leyó en una placa de la entrada el parque fue plantado en 1845 y en su día albergó a muchos edificios administrativos del puerto, un ciclón en 1906 destruyó casi todos ellos y en la actualidad tan solo quedaba en pie una de aquellas construcciones en la que se ubicaba una oficina de correos y alguna dependencia del servicio de aduanas portuarias. Todo el recinto rebosaba vegetación, grandes árboles y abundantes palmeras aportaban una gratificante sombra sobre los caminos que zigzagueaban entre los cuidados jardines y estanques; abriéndose hacia la zona del puerto una amplia plaza flanqueada en uno de sus lados por una enorme pérgola de estilo tradicional, servía como centro de reunión a visitantes y vecinos que allí se congregaban a pasar el rato, jugar al ajedrez o a distraerse viendo el fluido tráfico marítimo. En la parte más próxima al Boulevard Pomaré, un busto de bronce sobre una columna cuadrangular homenajeaba a quien daba nombre al parque, Louis Antoine de Bougainville, famoso navegante francés que a bordo de la fragata La Boudeuse en 1766 dio la vuelta al mundo, junto a la columna flanqueándola dos cañones de pivote descansaban sobre sendos pedestales de piedra blanca, Anselmo amante de las armas se interesó por ellos averiguando que procedían del Seeadler, un barco pirata alemán de la Primera Guerra Mundial, tras ellos, cerrando el paso por detrás de la columna, llamó la atención de su incansable mirada un curiosa valla cuyos pilones eran en realidad pequeñas culebrinas unidas entre sí por una gruesa cadena. Anselmo abandonaba el parque con la vista fija en un crucero que en ese momento se adentraba en la dársena donde pronto sus bodegas vomitarían un nutrido grupo de turistas.


Había oído hablar del famoso le truck, pintoresco camioncito público que usaba la población local; aunque las distancias por la ciudad no eran muy grandes optó por subirse a uno de estos tradicionales transportes y callejear explorando la vida urbana de Papeete, quería indagar el fluir de la ciudad sin un destino predeterminado. Subió al primero de estos vehículos que paró en las inmediaciones del parque y no tardó en verse rodeado por mujeres tahitianas que con flores en el pelo, circulaban junto a él sobre sus pequeños ciclomotores. Tras más de una hora callejeando y embriagándose con los olores y colores de la metrópoli, se apeó en las proximidades del mercado municipal, uno de los puntos de interés marcados en su cuaderno. A medida que se acercaba a sus aledaños, se notaba la animación en las calles próximas; el mercado era el verdadero polo de atracción de la ciudad, la animación era perpetua y el bullicio perduraba desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la tarde; el lugar, rico en colorido y emociones, era el centro histórico, cultural y social de Papeete.
Con más de 7.000 metros cuadrados ofrecía al visitante un amplio abanico de la vida polinesia, ya al entrar se notaba una diversidad de aromas nuevos y diferentes. Distribuidos en zonas reservadas se agrupaban los puestos de venta para flores, frutas y verduras; el perímetro exterior estaba ocupado por los comerciantes de tejidos y pareos, junto a estos también tenderetes de coronas y sombreros, muy utilizados en tierras polinesias. Una vez cruzada la entrada principal, Anselmo se vio inmerso en el mercado de pescado cuyos puestos rebosaban de atunes, bonitos, peces espada, sobre grandes mesas expuestos un sinfín de variedades hacían brillar las pupilas, peces papagayo, salmonetes, langostas, quisquillas o camarones; un poco más allá los puestos de carne eran atendidos por alegres mujeres que sin perder nunca la sonrisa, negociaban con su clientela intercambiando bolsas y billetes con los que se pagaban exquisitos cochinillos los cuales, convenientemente asados, formaban parte importante de la tradición culinaria polinesia.


Antes de abandonar aquel templo del comercio tradicional, subió al primer piso donde descubriría un mundo artesanal insólito e inesperado; allí se podía encontrar de todo pues los artesanos de todas las islas traían sus productos para hacer negocio. Sombreros trenzados de las Australes, esculturas en piedra o madera de las Marquesas, junto a estas los venerados tiki, estatuillas de los dioses ma’ohi, o los tapa, dibujos tradicionales pintados sobre cortezas de árbol, un poco más allá encontrabas puestos dedicados a elementos ceremoniales o guerreros: mazas rompe cráneos, lanzas, los pintorescos pahu, grandes tambores utilizados en fiestas o ceremonias; también llenaban aquel espacio una gran variedad de puestos dedicados a productos elaborados con el trenzado del mimbre u hojas de palma entre los que destacaban la gran variedad de cestas, las había de todas las formas, colores y tamaños imaginables.
Anselmo dejaba atrás el mercado pasado el mediodía e inició el regreso hacia su hotel dispuesto a darse una buena ducha y más tarde salir a buscar un buen sitio donde degustar comida tradicional, la oferta gastronómica era muy variada y él quería conocer el mayor número de platos; más tarde tras volver al hotel y abandonarse a una reconfortante siesta, estaría listo para continuar con su periplo callejero, esa tarde tenía intención de visitar el famoso museo de la perla negra del que tanto había oído hablar.
Era media tarde cuando Anselmo llegaba a las puertas del Tahití Pearl Center en la Rúe Jeanne d’Arc, museo dedicado íntegramente a la perla negra y la ostra que la produce; el edificio de estilo modernista albergaba en sus dos plantas todo un recorrido con exhibiciones, maquetas, videos y fotografías de esta curiosa exquisitez; en grandes monitores de plasma se mostraba el trabajo de los perlicultores con todo el laborioso proceso de cultivo y preparación de la ostra para la producción de las perlas, de cada cien ostras implantadas tan solo unas cuarenta acaban aceptando el núcleo impuesto y de estas, solo cinco acababan dando perlas perfectas lo que supone un escaso 2% del total, de ahí los elevados precios de estos ejemplares que se ven además más o menos valorados en función de su calibre, forma, calidad y color. El museo disponía de una espectacular exposición con piezas variadas, curiosas y algunos ejemplares rarísimos pero todos de gran hermosura, así mismo una zona comercial permitía al visitante adquirir piezas sueltas o engarzadas asequibles para todos los bolsillos, Anselmo no salió de vacío y en su bolsillo le acompañó una bonita perla negra de 6 mm engarzada a una cadena de oro, con ella en su poder se empezaban a cumplir sus sueños polinesios.


Aquella noche se acercó al Boulevard Pomaré, a escasos metros de su hotel, la zona era conocida como La Costanera y allí frente a los veleros que armoniosamente se mecían en la hermosa bahía, buscó una de las decenas de roulottes que junto a sus camioncitos, actuaban como restaurantes al aire libre; servían buena comida tahitiana a buen precio y a la vez, permitían conocer de cerca el genuino y pintoresco ambiente de la isla pues eran poco frecuentados por los turistas. Sentado sobre una liviana silla de caña frente a una mesa cubierta por un inmaculado mantel blanco y con el cielo estrellado por único techo, Anselmo terminaría su primera jornada en los Mares del Sur deleitándose con unos cuantos manjares típicos de las islas mientras un grupo de danza amenizaba con sus contoneos y sus ukeleles la velada de los comensales. Los próximos días los dedicaría a la exploración y descubrimiento de otros rincones tahitianos, se perdería entre las calles de su metrópoli y se dejaría llevar por las costumbres y cultura de aquellas agradables gentes, visitaría sus playas de arenas blancas y nadaría en sus aguas cristalinas, subiría a sus altas cumbres y se adentraría en los profundos valles de la parte más agreste de la isla, pero todo eso y mucho más lo disfrutaremos en un próximo relato.