Amigo de las fabadas y guisos contundentes, aquel tipo era
propenso a los desarreglos intestinales; una flatulencia incontenible
acompañaba sus andares las primeras horas de cada jornada, el exceso de gases
gestados durante la noche, necesitaba equilibrarse con la atmósfera exterior de
aquel cuerpo velludo y dilatado. Con cada expulsión sus tripas se aliviaban de
un lastre fétido e inmundo qué rondando por su interior, le creaba desasosiego
y pena no obstante, su carácter bonachón y afable le ayudaba a lidiar con su
mal de pancha como solía él llamarlo.
Argimino era hombre de tertulias en las cuales siempre había
algo que picar, era de nunca decir no a una invitación pero también era de
convidar sin reparos; sus límites los marcaba el nivel de hartazgo y este era
generoso y amplio. Gustaba de ver los platos llenos por ello odiaba las nuevas
tendencias de la cocina reconstruida en la cual se veía mucha cerámica y poca
comida por ello llenar el estómago a base de humos, texturas indeterminadas y curiosos
alimentos liofilizados se le hacía harto difícil.
Tras una comida él necesitaba sentirse lleno a reventar,
luego una buena siesta roncadora de las que te hacen caer la babilla, era
suficiente para acomodar el condumio en el lugar adecuado. Los platos debían
quedar limpios y él, que era muy de rebañar con un buen trozo de pan, los
dejaba como los chorros de oro; niquelados como solía decir su difunta madre.
Todo ese alimento que ingería Argimino, que era mucho y
variado, luego precisaba de un proceso metabólico de armas tomar porqué era
hombre de digestiones lentas y trabajadas; sus órganos eran una factoría bien
engrasada a la que no daba descanso pues su boca no dejaba de rumiar durante
casi toda la jornada, siempre estaba masticando algo y en sus bolsillos nunca
faltaban tropezones de cualquier cosa que echarse al coleto. Era un
tragaldabas.
Pero toda aquella ingesta desmedida le pasaba factura y en
más de una ocasión sus consecuencias le habían hecho una mala jugada; en los
últimos tiempos los retortijones postpandriales eran más frecuentes y de mayor
intensidad, eso lo tenía preocupado pues no había variado sus hábitos
alimenticios ni en cantidad ni en frecuencia, algo pues no iba bien en su
interior y sus digestiones ya no eran lo que fueron.
Estaba orgulloso de su generoso abdomen del cual alababa lo
que le había costado conseguir, lo masajeaba con cariño y medio en broma era
frecuente oírle comentar como su volumen hacía tiempo que no le dejaba ver sus
atributos que a la sombra de aquella panza, hacían vida monacal y célibe desde
hacía ya mucho. A su manera era desenfadado y buen conversador pero en los últimos
tiempos esos quejidos lastimeros procedentes de lo más íntimo de sus tripas, le
amargaban las tertulias debiendo retirarse de ellas antes de lo que era su
gusto.
Argimino sufría en silencio y había empezado a deponer con un
ritmo inusual que afectaba a sus relaciones sociales, pronto empezaría a no
poder controlar sus esfínteres pero eso aún no lo sabía; los retortijones tras
las comidas iban en aumento y sus gases empezaban a apestar, se diría que su
interior era un vertedero en constante estado de putrefacción derivado del cual,
un pestilente aroma había empezado a incrustarse en todo lo que le rodeaba.
Alérgico a los médicos y mucho más a los hospitales, se resistía
a pedirse una cita en el ambulatorio y exponer su problema; había oído hablar
que te tenían un día cagando y luego te metían un tubo que llegaba casi hasta
los empastes y él era firme en ese aspecto, era muy hombre a pesar de lo mucho
que hacía que no probaba hembra y por su culo no entraba nada, ni siquiera un
mísero supositorio.
Un día se encontró en la plaza al veterinario del pueblo al
que conocía desde que eran chavales y le expuso su situación, este al oírlo dio
un rápido diagnostico visto en muchas bestias de la comarca ―tienes el mal de
Plof― y le explicó ―las bestias tragonas
un buen día empiezan con cagaleras más fétidas de lo normal, están inquietas y
no dejan de lamerse la panza para aliviarse el dolor que sienten, un buen día y
tras un sonoro ¡plof!, de ahí el nombre del cuadro clínico, caen de bruces y
mueren en un charco de su propia inmundicia, es una asquerosa forma de morir;
amigo Argimino, lo siento mucho pero solo te queda esperar al gran Plof.
Argimino oía lo que su amigo le decía con una mueca de
amargura, resignado y cabizbajo se alejó tras despedirse de aquel docto
licenciado en bestias al que tenía en alta estima; era su destino pensó y si
tenía que esperar al gran Plof para irse al otro barrio lo haría como a él más
le gustaba, comiendo. A partir de ese día ya no tuvo control, tras cada comida
asumía su sesión de sufrimiento intestinal a la espera de que fuera la última
digestión; Argimino vivió comiendo y murió cagando pero fue feliz hasta el
final.