Nacido entre algodones y de
cuna noble, aquel niño entrado en carnes era la alegría de la casa; aquella
bestezuela consentida había sido el centro de atención de toda la casa y de
quienes vivían en ella, durante sus primeros años de vida. Aquel retoño venido
al mundo tras varios abortos, había colmado de felicidad a unos padres que ya
rondaban los cuarenta y empezaban a preocuparse por la ausencia de
descendientes; el señor conde, su padre, se había resignado a no dejar heredero
de su título pero a la señora condesa, la madre, aquellos embarazos fallidos la
hundían en los abismos de la depresión, por ello cuando por fin la semilla de
su marido prendió con fuertes raíces en lo más íntimo de su vientre, la
ansiedad por un posible nuevo aborto agitó la vida de la mansión durante nueve
largos meses.
Froilan, que así pusieron de
nombre al pequeño querubín, nació pesando tres kilos y medio por tanto era un
bonito ejemplar de neonato, sus llantos recordaban los berridos de un jabato
silvestre azuzado por perros de caza y sus grandes ojos claros seguían con la
mirada cualquier acontecimiento que tuviera lugar a su alrededor, cautivando
con su encanto a cualquiera que se acercara hasta él. Era un manipulador y
siempre conseguía de sus gentes próximas cuantos caprichos se le antojaban,
primero desde la cuna y años más tarde desde cualquier círculo social en el que
se desenvolviera, era de obtener con zalamería y falsos gestos de afecto,
egoísta y un tanto déspota.
El servicio de la mansión del
señor conde que en los primeros años reía las gracias del joven alevín, acabó
por odiarlo al ser diana continua de sus caprichos y malos modales, por qué
Froilán era un niño maleducado amigo de la broma pesada, del chiste hiriente y
el desaire consentido teniendo acobardado al personal más cercano; de ideas
amargas e intenciones oscuras, su mente retorcida era una continua fuente de
maldad la cual aplicaba sin miramientos a quien le venía en gana sin
preocuparle su estado o condición.
En cierta ocasión cogió ojeriza
a un mozo de cocinas y lo tuvo en el punto de mira de sus insidias durante
meses hasta que este, acobardado, dejó la casa del conde angustiado y deprimido;
Froilán era así, de joder hasta la saciedad, y hasta que no se salía con la
suya no cejaba en su empeño. Creció a cargo de institutrices y criados varios,
estos por ganarse el favor de los señores condes atendían cualquier capricho
del pequeño diablo sin poner nunca ninguna objeción y así, el retoño fue
cumpliendo años convertido en el dios de la casa al que nadie osaba contradecir
o importunar; cada día era un mal sueño para el personal a cargo del chicuelo,
nunca sabían cual sería la maldad que se le ocurriría esa jornada y la tensión
se palpaba en el ambiente que rodeaba al sufrido grupo de asistentes.
A medida que fue creciendo y cumpliendo
años, aquel ser de sangre noble y ácido espíritu, pasó de ser un niño travieso y
consentido a convertirse en un adolescente cabroncete y muy mal intencionado, cuya
presencia todos procuraban evitar para así poder escapar a sus posibles
caprichos o manías envenenadas. Era un mal bicho y cada día se superaba en
maldad, Froilán era de pensamientos oscuros y mirada diabólica, tenía un fondo
turbio y nunca sabías por donde te podía salir pues sus acciones eran
impredecibles pero casi siempre hirientes.
En estas estaba el maléfico
doncel una tarde de abril, intentando torturar a un sapo de gran tamaño que
había tenido la desgracia de caer en una de sus trampas, cuando en respuesta a
uno de sus pinchazos con un palo afilado que usaba a modo de estilete, el adusto
y viscoso bichejo se revolvió rápido lanzándole una generosa porción de baba
sanguinolenta y fétida que cubrió gran parte de su rostro, Froilán sorprendido
por tan inesperada reacción y notando como la piel le quemaba al contacto con
el repugnante fluido, salió corriendo y gritando por el dolor abrasivo que
laceraba su cara; alguien que hubiera presenciado la escena podría haber creído
ver sonreír al sapo ante el resultado de la fallida tortura. Así era Froilán,
cabroncete hasta lo más profundo de su ser, por tener, hasta sus genes más
íntimos tenían mala leche.
Mal nacidos los ha habido
siempre pero Froilán había llegado con pedigree, nada en él era bueno o si lo
había estaba aún por descubrir; cuando llegó a la pubertad y sus hormonas
empezaron a revolucionarse, era un castigo para las mozas del lugar, todas
procuraban evitarlo ya que él se atribuía derechos que no tenía, convirtiéndose
en un acoso continuo para los virgos. En soledad era muy de manosearse el
miembro, llevando a cabo sus tocamientos íntimos en los lugares más
insospechados, no había rincón en la mansión y sus alrededores que no hubiera
sido rociado con alguna de sus poluciones, sus testículos no daban abasto
fabricando más y más soldaditos que mandar a la batalla espérmica y Froilán
siempre estaba dispuesto a entrar en lid como en su día hicieran sus
antepasados.
Este chicuelo rebordecido y con
sangre del diablo corriendo por sus venas, azul sí, pero del diablo, era el
azote de los lugareños; cuando el capricho lo llevaba a salir de la mansión y
adentrarse por las calles del villorrio cercano, puertas y ventanas se cerraban
a su paso temerosos sus vecinos de los posibles antojos del joven condesito. Todo
era tensión en las calles durante el paseo urbano de Froilán, el cual iba
siempre acompañado de dos de sus sirvientes para hacer cumplir sus maliciosos
deseos; unas veces se metía en un hogar humilde y exigía le ofrecieran las
viandas a que estaba acostumbrado, con el menoscabo económico que suponía para
la familia elegida; otras veces era un comercio la diana de sus caprichos,
entraba y se llevaba cuantioso género a cargo de las arcas de palacio, el cual
luego nunca satisfacía la deuda; si por el camino o en las calles se tropezaba
con alguna moza de buen ver, raro era que no se le insinuara o intentará
forzarla bajo amenaza de decirle al señor conde que les subiera la renta a su
familia; y así con un exceso tras otro, día tras día, Froilán se fue ganando el
odio del pueblo hasta que este un día estalló.
Llegó un nuevo día de paseo
fuera de palacio, Froilán hizo llamar a sus sirvientes con órdenes de
prepararse para partir al pueblo; por el camino iba rumiando cual sería la
maldad de la jornada aunque normalmente
se le iban ocurriendo sobre la marcha, era muy de improvisar y se dejaba llevar
por los antojos del momento así que se dio tiempo hasta llegar a las
inmediaciones del pueblo para decidir, algo si tenía claro, hoy se daría un
buen almuerzo a costa de algún desgraciado. Llegaron a la entrada del villorrio
y a medida que se adentraban por sus calles llamó su atención una inusual
tranquilidad, imperaba un silencio fuera de lo común y no se veía a ningún
vecino ni siquiera acelerando el paso para alejarse de ellos como era usual; siguieron
hacia el centro de la población buscando la plaza donde por el día que era,
debía haber mercado.
Ver puertas y ventanas cerradas
a su paso los tenía acostumbrados, sabían que en cualquier momento se abrirían
si era su deseo que se hiciera así que no le daba importancia, Froilán
disfrutaba con el pánico que despertaba su presencia. Continuaron hacia la
plaza y a medida que lo hacían repararon en que algunas calles se veían
obstruidas por la presencia de enseres de labranza, alguna carreta o simples
montones de leña lo que les obligaba a dar un rodeo por calles adyacentes de
menores dimensiones. Llegaron a un tramo recto cuya amplitud obligaba a las
bestias que montaban a ir una detrás de la otra, Froilán empezaba a
impacientarse por tanta dificultad fuera de lo corriente y su humor se torció
en aquel callejón, pagándolo con su montura a la que flagelo con saña para
acelerar su paso.
Estaban a punto de dejar la
penumbra del estrecho callejón cuando sin esperarlo y al grito de ¡agua va! una lluvia de fluidos
nauseabundos se vertió desde ventanas y tejados sobre sus cabezas, aquellos
líquidos de consistencia variada y aromas fétidos, habían ido siendo recogidos
en establos y letrinas durante toda la semana, con el fin de dar un merecido
recibimiento a aquel mocoso envuelto en encajes y tafetanes que cada mes traía
la desdicha a muchas familias humildes sin la menor reprobación por parte del
señor conde, su padre. Jinetes y bestias, sorprendidos en tan reducido espacio,
no tuvieron escapatoria quedando cubiertos de mierda y orines hasta el
mismísimo tuétano, Froilán impotente ante lo que se le había venido encima,
empezó a bramar y dar latigazos a diestro y siniestro con lo que aumentó el
pánico de su caballo el cual, levantándose sobre sus cuartos traseros, tiró al
condesito de su montura yendo este a caer sobre un charco de heces hediondas y
viscosas.
Aquel hecho de consecuencias
imprevisibles, llenó muchas páginas en la historia del villorrio trascendiendo
a las poblaciones vecinas, de ello se encargaron buhoneros y viajantes que en
su trashumancia itinerante, llevaban las noticias de burgo en burgo. Froilán ya
no asomó la nariz por el pueblo y su padre, puesto en antecedentes, consideró
un buen correctivo el recibido por su hijo en respuesta a sus malas acciones;
por su parte los dos sirvientes que le acompañaron fueron la burla de sus
compañeros, teniendo que limpiarse la mierda de sus ropas y sus cuerpos, en un
estanque alejado de palacio sin compasión por parte de nadie. Ellos fueron las
verdaderas víctimas de aquella mañana
aciaga en la que su señor les obligó, como tantas otras veces en el pasado, a
cubrirle las espaldas.