sábado, 20 de febrero de 2016

MAUPITI, EL RINCÓN PERDIDO

Necesitaba escapar, dejar atrás la vida que llevaba y perder de vista la caótica situación en la que se habían convertido sus jornadas, estaba dispuesto a desaparecer y empezar de cero donde nadie lo conociera. El mundo urbano en el que siempre había vivido ahora lo asfixiaba y lo sentía como una losa sobre su pecho, necesitaba aire nuevo que allí nunca podría encontrar y eso lo empujaba fuera de las fronteras de lo que hasta ese día había sido su patria.

Los últimos años estaban siendo nefastos y la decisión estaba tomada; un día aún por determinar, tomaría un vuelo y se perdería entre las nubes camino de las antípodas poniendo miles de kilómetros entre los dos mundos, el que dejaba atrás y el que pensaba descubrir. Ya desde niño sentía una atracción especial por los lejanos mares del sur y sus  paradisíacas islas, grandes desconocidas que a pesar del boom turístico de alto standing de las últimas décadas, conservaban la esencia de lo que fueron en un pasado cuando Cook y otros navegantes pusieron el pie por primera vez en sus playas de arenas blancas.


Sabía que el paso que estaba dispuesto a dar era definitivo, no tenía vuelta atrás y con él se iniciaría el resto de su futuro; la decisión estaba tomada, el objetivo marcado y el día de la partida llegó con la cabeza fría y los nervios templados, despedirse de ciertas personas no era fácil y más sin saber si volvería a verlas, si tendría una nueva ocasión de abrazarlas… Sin volver la cabeza subió la escalerilla del avión 757 de la compañía Iberia y se perdió dentro de aquel tubo metálico que pocos minutos después lo alejaría de su gente, su ciudad y su patria.

Tras veinticuatro horas de viaje y más de veinte mil kilómetros recorridos, ponía por fin los pies en tierras polinesias experimentando un subidón de adrenalina al contemplar la luz de aquellos cielos, el azul en todas sus variantes de aquellos mares y el verde de aquellas crestas volcánicas que en ocasiones se perdían entre las nubes. Tahití y sus islas satélites eran su nuevo mundo y él venía dispuesto a descubrirlo e integrarse como uno más de sus pobladores; había roto con su pasado, dejado atrás a quien hasta ese momento había sido y estaba dispuesto a partir de cero con todas sus posibles consecuencias.

El Tiare Tahití era un hotel de dos estrellas sin grandes pretensiones pero ubicado en una situación magnífica, en pleno Boulevard Pomaré tenía frente a él una pequeña dársena del puerto donde atracaban espléndidos yates y veleros, desde sus terrazas podía observarse la silueta de la vecina isla de Moorea separada de Tahití por escasos catorce kilómetros de un mar azul intenso. Allí tenía pensado pasar la primera semana de su nueva vida, allí se organizaría y empezaría su periodo de aclimatación; tenía pensado ir al consulado para dejar testimonio de su presencia y una vez arreglados los trámites legales comenzaría su periplo por las islas visitando en primer lugar la que había elegido para su primera etapa polinesia.


Papeete era la capital y centro administrativo de la Polinesia Francesa, su zona urbana era la más grande del archipiélago con algo más de ciento veintisiete mil almas distribuidas entre sus siete municipios; el centro de la ciudad era un hervidero de tráfico rodado llegando a ser un problema en algunos puntos debido a la estrechez de sus calles, pero ese mismo caos urbano le daba cierto encanto exótico al verte rodeado por multitud de bicicletas y ciclomotores, muchas de las cuales conducidas por mujeres ataviadas con sus típicos pareos y adornadas con una tiare en el pelo, daban una nota de color al entorno.

Tras su primera semana conociendo Papeete y sus alrededores, después de haber hecho un tour por toda la isla visitando los lugares más atractivos y una vez asimiladas sus primeras experiencias, estaba listo para dar el salto al punto que tenía en mente desde hacía muchos meses. La Polinesia Francesa estaba constituida por cinco archipiélagos  de los cuales las islas de la Sociedad en las que se encontraba, eran las más famosas y conocidas; entre ellas y junto con Tahití, la vecina Moorea y Bora Bora eran sin duda los paraísos soñados por muchos pero había otros rincones no por menos conocidos igual o incluso más espectaculares y hacia uno de ellos tenía pensado dirigirse.


Maupiti era una de las últimas islas de la Sociedad, situada al oeste de Bora Bora estaba considerada una copia en miniatura de esta de la cual la separaban escasos cuarenta kilómetros; esta joya de los Mares del Sur al igual que su hermana mayor, contaba con elevadas crestas rocosas que emergían sobre una laguna de aguas turquesas poco profundas, limitada del vasto océano por cinco islotes o motus y una barrera de coral, a diferencia de Bora Bora aquí aún se preservaba el encanto original de lo que fueron las islas en el pasado al no estar contaminada por el turismo masivo, él lo sabía y por eso quería pasar algún tiempo en el pequeño islote mientras decidía el destino definitivo en el que instalarse. El acceso por mar a Maupiti solo podía hacerse por el paso de Onoiau, un estrecho canal entre dos motus que los días de temporal impedía la salida de la isla debido al oleaje y una fuerte corriente obligando a abortar el abandono de la laguna; tres veces a la semana un rápido transbordador, el Maupiti Express, cubría la distancia entre Bora Bora y el puerto de Vaiea tras dos horas de navegación, en él llegaban o salían turistas y los propios polinesios autóctonos de la isla.

En el aeropuerto de Taha’a cogió un avión de Air Tahití, la compañía que hacía los vuelos entre las islas, y cincuenta y cinco minutos más tarde tomaba tierra en la pequeña pista de aterrizaje situada en el arrecife del motu Tuanai, desde allí una lancha lo llevaría a la isla principal. Desde Papeete había hecho una reserva en Le Kuriri, un pequeño hotel de tres estrellas regentado por un par de francesas; en Maupiti no había grandes complejos hoteleros, de hecho las autoridades se habían opuesto a su construcción en el pasado, por lo que la infraestructura hotelera se limitaba a unas cuantas pensiones de las cuales Le Kuriri situada en el Motu Tiapaa era la más significada; contaba con cinco espaciosos bungalows situados a pie de playa construidos con materiales naturales y decorados al estilo polinésico, todos ellos disponían de baño exterior con ducha de cascada y un gran ventilador en el techo. En uno de ellos se disponía a pasar las próximas semanas mientras conocía la isla y tomaba las primeras decisiones sobre su futuro.


Una vez acomodado y tras una relajante y prolongada ducha bajo el caudal de agua tibia que brotaba de su exótico baño, pisó por  primera vez la arena de aquellas playas envuelto en un colorido pareo, adquirido en el mercado de Papeete, dispuesto a hacer un primer reconocimiento de la zona; no tardaría en darse cuenta de que aquel lugar se parecía mucho a lo que había venido buscando. Le Kuriri ocupaba una propiedad de seis kilómetros cuadrados al borde de un palmeral que hacía de barrera con la franja de arenas blancas que morían en las aguas turquesas de la laguna, sus cinco estancias se mimetizaban con el entorno guardando una distancia entre ellas que permitía mantener la intimidad buscada; un bungalow algo mayor hacía las veces de recepción y daba servicios de restauración, escasos en la isla pues al margen de las cocinas de la pocas pensiones existentes, tan solo había un restaurante en todo Maupiti.

La isla contaba con alrededor de mil doscientos habitantes concentrados en su mayor parte en una gran aldea resultante de la unión de tres núcleos urbanos contiguos (Vaiea, Petei y Farauro) situados al pie del Hotu Parata, un acantilado de basalto negro que se elevaba 165 metros sobre el nivel del mar no obstante, este no era el punto más alto de Maupiti ya que tal honor le correspondía al monte Teurafaatiu de 380 metros desde cuya cima se tenía una vista inmejorable de la laguna con la imagen de la silueta de Bora Bora como telón de fondo, en los días claros era posible llegar a ver en la lejanía las islas de Taha’a y Raiatea; uno de esos días se aventuraría por la  senda que según había leído, en poco más de tres horas de ascenso suave te llevaba hasta la cima.


A través de Camille, una de las propietarias de Le Kuriri, se había informado sobre los atractivos de la isla, todos ellos los iría descubriendo en los próximos días al tiempo que la pequeña isla iba a ir entrando en su bagaje personal y más íntimo. Playa Tereia estaba considerada como una de las más espectaculares de la Polinesia Francesa, intocable con el paso del tiempo y sin apenas presencia humana, esta franja de arena blanca y rosa estaba situada en la parte más occidental de la isla central frente a una zona poco profunda de la laguna; con la marea baja se podía cruzar al motu Auira, el más grande de Maupiti, con el agua a la cintura por “el Estrecho de los Tiburones”, durante el trayecto de poco más de media hora se podían  apreciar los puntos negros de las aletas dorsales de los pequeños tiburones de arrecife.


Otro de los atractivos de Maupiti era recorrerla entera pedaleando sobre una de las muchas bicicletas que los nativos alquilaban en sus pequeños negocios, para ello existía un camino circular de escasos once kilómetros sin apenas pendiente salvo en un pequeño puerto situado entre playa Tereia y la costa sur de la isla, durante casi todo el recorrido la visión de la laguna con el océano rompiendo más allá del arrecife nos acompañará en un paseo inolvidable. Las plantaciones de sandías, principal cultivo de la isla, también estarán presentes en el paseo ciclista, la mayoría de la población de Maupiti trabaja en estos campos exportando sus frutos al resto de las islas de la Sociedad.



Los fondos marinos de Maupiti, según le contó Camille, eran dignos de un documental de la National Geographic, la laguna era con frecuencia visitada por las majestuosas rayas grises y enormes rayas manta que utilizaban sus aguas como zona de limpieza; en las cercanías del motu Paeao los jardines de coral eran una sinfonía de color albergando en sus fondos una multitud de peces tropicales de las especies más diversas, así mismo durante los meses de junio a agosto los alrededores de la isla se convertían en un santuario para las ballenas jorobadas que acudían hasta allí en busca de refugio. Todo aquello superaba sus expectativas no teniendo tiempo para echar de menos lo que había dejado atrás, ante  él se abría una nueva vida en un lugar del que  por mucho que se hubiera informado, no dejaba de sorprenderle; su aventura acababa de dar comienzo y estaba dispuesto a sacarle todo el jugo.

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