jueves, 22 de octubre de 2015

LA ÚLTIMA NOCHE

Ese día tenía que llegar, todos los años llegaba, y este no iba a ser diferente; amaneció ese domingo dispuesto a pasar su último día completo junto a la bahía, allí llevaba poco más de tres meses y había llegado la hora de cerrar aquella casa y regresar a la ciudad, cada minuto vivido durante la jornada que ahora iniciaba sería el último hasta la próxima temporada y eso le dejaba un regusto amargo. Las vistas desde la terraza se irían apagando a medida que avanzara la tarde y el paseo marítimo repleto de humanidad hacía pocas semanas, quedaría desierto y huérfano de viandantes.

Desde su torre de cristal había visto transcurrir el último verano, la arena dorada que se extendía a sus pies bordeando toda la bahía había ido llenándose y quedando vacía un día tras otro siguiendo el vaivén de las mareas; el baile secreto de las olas con la arena húmeda de la orilla era un acto de amor íntimo culminado con besos de espuma blanca, desde su atalaya veía el ir y venir de las gentes alegres que iniciaban sus días de playa. En los días claros divisaba con total nitidez el perfil de la costa perdiéndose por el sur en el macizo del Montgó descendiendo hasta el cabo de San Antonio, tras el cual unos ojos verdes muy queridos fijaban su mirada en las aguas cristalinas de una cala rocosa.


Ese último día amaneció gris y lluvioso, era como si quisiera ocultar la belleza del lugar haciendo la despedida más fácil; la luz que acostumbraba a inundar cada rincón de aquel pueblo costero había desaparecido de un día para otro sumiendo el lugar en neblinas de tonos plomizos. Iban a ser los últimos en abandonar el complejo residencial pero no por ello la despedida iba a ser menos triste, nada les esperaba en la ciudad salvo los problemas que venían arrastrando en los últimos años y por ello nada había de atractivo en su vuelta a la vida urbana.

Si algo había en aquel lugar que le gustara especialmente esto era su silencio, tan solo roto por el rumor de las olas al lamer la arena con su rítmico vaivén; podía estar horas mirando el mar con la mirada perdida en su horizonte dejando volar su imaginación en sus acostumbrados viajes transoceánicos, lugares muy distantes que estaban al alcance de su mano con tan solo un chispazo neuronal; cerrar los ojos y dejarse invadir por el rumor del oleaje era otra de sus pasiones, era como poner música a sus sueños aventureros los cuales no encontraban límites.

Aquella última noche todo acababa una vez más y cada vez que lo hacía no podía evitar preguntarse si habría una nueva temporada, si volvería a estar una vez más con su gente en aquel lugar de retiro; era como jugar a la ruleta rusa esperando que cuando apretaras el gatillo, el tambor fuera generoso contigo eligiendo una recámara vacía. Salir de allí cerrando la puerta a sus espaldas siempre suponía dejar parte de uno entre aquellas paredes, dejar atrás aquellas vistas, aquel  silencio, aquella luz… año tras año, iba mermando lo poco bueno con lo que uno disfrutaba.


El momento de la partida se acercaba, los bultos empezaban a acumularse por los pasillos y habitaciones, muy pronto los estores bajarían para  no volver a levantarse en los próximos meses, los toldos quedarían enrollados durante una larga temporada señal inequívoca de una ausencia de vida tras aquellos cristales. Con aquel cierre se añadiría un eslabón más a la ciudad fantasma en la que se convertía cada año toda aquella franja de costa, protegida por una pequeña y rocosa montaña, y vigilada por un castillo centenario que impasible desde su pedestal, había visto a lo largo de los siglos las idas y venidas de los distintos pueblos que arribaban a sus costas.

La puerta se cerró por fin tras un ímprobo esfuerzo emocional, lo que quedaba atrás era mucho más que una simple casa de verano, mucho más que un habitáculo en el que cambiar de aires al final de cada primavera, aquellas paredes eran su puerta estelar en la que se sentía libre sin necesidad de pisar la calle, era su lanzadera desde la cual escapaba siempre que quería dejando atrás las miserias que la vida le había impuesto, era su bola de cristal en donde podía buscar mundos lejanos y trasladarse hasta ellos sin abandonar su mesa. A través de la pantalla de su ordenador podía realizar lo irrealizable, podía ver lo que sabía nunca vería, podía vivir lo que a ciencia cierta nunca viviría y todo ello desde su torre de cristal frente a la bahía.


Atrás quedó el pueblo costero, atrás quedaron retazos de su vida, sus sueños, sus ficciones y recuerdos, sus momentos vividos junto al mar, sus noches de luna llena, sus paseos hasta el espigón, sus tardes callejeando por el pueblo, sus meditaciones a la sombra de las palmeras, sus batidos y cafés granizados; allí dejaba el alma a la espera de poder reencontrarla algún día.

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