Ese día tenía que llegar, todos los años llegaba, y este no
iba a ser diferente; amaneció ese domingo dispuesto a pasar su último día
completo junto a la bahía, allí llevaba poco más de tres meses y había llegado
la hora de cerrar aquella casa y regresar a la ciudad, cada minuto vivido
durante la jornada que ahora iniciaba sería el último hasta la próxima
temporada y eso le dejaba un regusto amargo. Las vistas desde la terraza se
irían apagando a medida que avanzara la tarde y el paseo marítimo repleto de
humanidad hacía pocas semanas, quedaría desierto y huérfano de viandantes.
Desde su torre de cristal había visto transcurrir el último
verano, la arena dorada que se extendía a sus pies bordeando toda la bahía
había ido llenándose y quedando vacía un día tras otro siguiendo el vaivén de
las mareas; el baile secreto de las olas con la arena húmeda de la orilla era
un acto de amor íntimo culminado con besos de espuma blanca, desde su atalaya
veía el ir y venir de las gentes alegres que iniciaban sus días de playa. En
los días claros divisaba con total nitidez el perfil de la costa perdiéndose
por el sur en el macizo del Montgó descendiendo hasta el cabo de San Antonio,
tras el cual unos ojos verdes muy queridos fijaban su mirada en las aguas cristalinas
de una cala rocosa.
Ese último día amaneció gris y lluvioso, era como si quisiera
ocultar la belleza del lugar haciendo la despedida más fácil; la luz que
acostumbraba a inundar cada rincón de aquel pueblo costero había desaparecido
de un día para otro sumiendo el lugar en neblinas de tonos plomizos. Iban a ser
los últimos en abandonar el complejo residencial pero no por ello la despedida
iba a ser menos triste, nada les esperaba en la ciudad salvo los problemas que
venían arrastrando en los últimos años y por ello nada había de atractivo en su
vuelta a la vida urbana.
Si algo había en aquel lugar que le gustara especialmente
esto era su silencio, tan solo roto por el rumor de las olas al lamer la arena
con su rítmico vaivén; podía estar horas mirando el mar con la mirada perdida
en su horizonte dejando volar su imaginación en sus acostumbrados viajes
transoceánicos, lugares muy distantes que estaban al alcance de su mano con tan
solo un chispazo neuronal; cerrar los ojos y dejarse invadir por el rumor del
oleaje era otra de sus pasiones, era como poner música a sus sueños aventureros
los cuales no encontraban límites.
Aquella última noche todo acababa una vez más y cada vez que
lo hacía no podía evitar preguntarse si habría una nueva temporada, si volvería
a estar una vez más con su gente en aquel lugar de retiro; era como jugar a la
ruleta rusa esperando que cuando apretaras el gatillo, el tambor fuera generoso
contigo eligiendo una recámara vacía. Salir de allí cerrando la puerta a sus
espaldas siempre suponía dejar parte de uno entre aquellas paredes, dejar atrás
aquellas vistas, aquel silencio, aquella
luz… año tras año, iba mermando lo poco bueno con lo que uno disfrutaba.
El momento de la partida se acercaba, los bultos empezaban a
acumularse por los pasillos y habitaciones, muy pronto los estores bajarían
para no volver a levantarse en los
próximos meses, los toldos quedarían enrollados durante una larga temporada
señal inequívoca de una ausencia de vida tras aquellos cristales. Con aquel
cierre se añadiría un eslabón más a la ciudad fantasma en la que se convertía
cada año toda aquella franja de costa, protegida por una pequeña y rocosa
montaña, y vigilada por un castillo centenario que impasible desde su pedestal,
había visto a lo largo de los siglos las idas y venidas de los distintos
pueblos que arribaban a sus costas.
La puerta se cerró por fin tras un ímprobo esfuerzo
emocional, lo que quedaba atrás era mucho más que una simple casa de verano,
mucho más que un habitáculo en el que cambiar de aires al final de cada
primavera, aquellas paredes eran su puerta estelar en la que se sentía libre
sin necesidad de pisar la calle, era su lanzadera desde la cual escapaba
siempre que quería dejando atrás las miserias que la vida le había impuesto,
era su bola de cristal en donde podía buscar mundos lejanos y trasladarse hasta
ellos sin abandonar su mesa. A través de la pantalla de su ordenador podía
realizar lo irrealizable, podía ver lo que sabía nunca vería, podía vivir lo
que a ciencia cierta nunca viviría y todo ello desde su torre de cristal frente
a la bahía.
Atrás quedó el pueblo costero, atrás quedaron retazos de su
vida, sus sueños, sus ficciones y recuerdos, sus momentos vividos junto al mar,
sus noches de luna llena, sus paseos hasta el espigón, sus tardes callejeando
por el pueblo, sus meditaciones a la sombra de las palmeras, sus batidos y
cafés granizados; allí dejaba el alma a la espera de poder reencontrarla algún
día.
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