Como
cada mañana aquel tipo se instalaba en su silla de mimbre tras una mesa
cualquiera de cara a la bahía, aquella heladería a la que solía acudir le
proporcionaba todo lo que necesitaba para pasar sus mañanas estivales; allí pasaba
varias horas al día durante el tiempo que permanecía en aquel pueblo costero.
No le pedía mucho al verano, en vacaciones tan solo anhelaba poder desconectar
de todas las miserias que dejaba atrás en la ciudad; allí sentado y con una
cerveza fría entre las manos dejaba bailar su vista con los brillos de un mar
infinito.
Todos
lo conocían en el establecimiento, eran años yendo por allí, sabían lo que le
gustaba de modo que cuando lo veían llegar por las mañanas ya preparaban su
cerveza y alguna tapa para acompañarla. Siempre había un momento para la
conversación, ponerse al día con la gente que llevaba el negocio ayudaba a
mejorar los vínculos entre ellos; algunos de los empleados cambiaban cada
temporada pero el núcleo fuerte del lugar se mantenía por lo que la clientela
asidua encontraba una fidelidad en el trato.
Aposentado
en su mesa iniciaba el escrutinio de la franja de playa que tenía ante él,
protegido del sol por la gran pérgola que cubría parte de la terraza, disponía
de un lugar privilegiado con vistas al mar; desde allí veía llegar a la chica
de los biquinis llamativos, a veces había que fijarse para averiguar si los
llevaba puestos, conocida de la zona se sabía de ella que era guara en sus lances amatorios los cuales
eran numerosos y variados; también desde allí controlaba las idas y venidas del
abuelo cebolleta, siempre de mal humor dando voces a sus cuatro nietos que lo
eludían y hacían rabiar.
Las
mañanas playeras eran tranquilas, casi todas iguales y a la vez distintas
imitando al mar que bañaba aquellas costas; pequeños grupos de palmeras
salpicaban el manto de arena dorada que se extendía a lo largo de toda la
bahía. Hacia las once se dejaba caer por la heladería y una vez ocupaba su mesa
iniciaba una rutina repetida cientos de veces, unas veces llevaba su portátil y
otras el iPad, allí leía la prensa o revisaba sus redes sociales entre sorbo y
sorbo de cerveza.
Allí,
con la brisa del mar acariciando su piel, sus pensamientos se movían libremente
sin frenos ni tensiones; desde aquel lugar pensaba en lo que pudo haber sido su
vida a poco que las cosas hubieran sido distintas en el pasado, ahora, allí, en
aquella playa, tenía que apechugar con lo que tenía por delante y mientras ese
futuro cercano se abalanzaba sobre él, intentaba disfrutar del momento, de las
vistas y de aquella cerveza que tenía entre las manos.
Poco
a poco la playa iba llenándose de parasoles multicolores y cuerpos de pieles
brillantes ungidas en esencias protectoras, el bullicio de cientos de gargantas
llegaba hasta el paseo marítimo y él desde su mesa se hacía cómplice de
aquellos juegos desinhibidos que muchos practicaban junto a la orilla. Mirando
aquella arena, aquellos cuerpos y más allá de estos, el mar azul perdiéndose en
el horizonte, su mente volvía a enredarse en un mundo interior agitado en los
últimos tiempos.
Un
viaje planeado hacía tiempo volvía a pedir unos últimos retoques, un amor de
juventud venido del pasado volvía a acelerar su corazón, amistades perdidas
eran reencontradas de improviso, decisiones tomadas en otros tiempos reclamaban
su peaje pasándole factura en la actualidad, relaciones de toda una vida
saltaban por los aires ante los acontecimientos que estaba viviendo, personajes anónimos presentes en su
día a día de pronto eran vistos con otros ojos y así, un sinfín de sensaciones nuevas
hacían cambiar criterios e ideas preestablecidas.
Aquel
rincón de la bahía desde el cual oteaba todo a su alrededor era un bálsamo para
su espíritu, allí su alma encontraba el descanso que andaba buscando y no
hallaba en otro lugar; desde su mesa volaba a otra dimensión en la cual todo
era posible, en ella partía de cero, sin ataduras, sin bagaje, sin mochilas
llenadas por otros, allí era libre y todo estaba por descubrir, por hacer,
lejos de todo lo conocido.
Con
el declinar del mediodía la playa bajaba su efervescencia, las gentes recogían
sus enseres disponiéndose a emprender el retiro hacia sus casas para comer, él
daba el último sorbo a la última de sus cervezas y también se disponía a
regresar a su torre de marfil. Flotando en el ambiente quedaban los sueños de
esa mañana, mil y una historias de tiempos no vividos, de ilusiones imposibles,
de esperanzas truncadas…; tras despedirse de patrón y empleados, aquel tipo de
andares curiosos recogía sus cosas y emprendía el camino bajo un sol de
justicia a lo largo del paseo marítimo que lo llevaría hasta su complejo
residencial.
A
esa mañana le seguirían otras muchas hasta finalizar el verano, cuando esto
ocurriera los edificios cerrarían sus ventanas, los negocios bajarían sus
persianas y las terrazas guardarías sus sillas y sus mesas hasta una próxima
temporada; la arena quedaría vacía y el mar rugiría con fuerza lamentando el
fin del periodo estival. El seguiría por allí durante un tiempo retrasando al
máximo la hora de partir y dejar atrás su querida bahía.
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