Con los ojos cerrados y la mente en blanco, eludía cualquier
movimiento de su cara dormida; una máscara invisible imprimía rigidez a su
expresión facial y el más mínimo movimiento le creaba un profundo malestar. La
tirantez de su piel era continua y a esto se
añadía un constante escozor que se extendía hasta su cuello; el problema
dérmico venía de atrás, hace mucho que lo padecía pero ese verano se estaba
cebando con él.
Esto va a brotes, le decían los médicos, el estrés y los
cambios estacionales lo agudizan, su vida pues debía ser un continuo cambio
estacional sembrado de una buena dosis de estrés y ansiedad, vivía uno de los
peores brotes que recordaba tanto por su intensidad como por su duración, ya
eran varias semanas con la piel encendida y tiesa como el cartón.
Por momentos sentía como si cientos de alfileres acuchillaran
su cara y deseaba rasgar con sus uñas aquella superficie mancillada que lo
martirizaba sin cesar, era como vivir dentro de una piel que hervía y en su
ebullición creaba un caos de sensibilidad. El sol era su peor enemigo y en el
lugar en que vivía campaba a sus anchas, ninguna protección era suficiente pues
sus rayos despiadados secaban su dermis dejándola como un secarral manchego
resquebrajado y estéril.
Su lucha era diaria durante las veinticuatro horas, no tenía
un momento de respiro pues la tirantez y escozor de su cara se lo recordaba, el
aspecto de esta no era mucho mejor, los ronchas enrojecidas y la descamación
según el momento de evolución, eran continuas dando una coloración asimétrica a
su facies; a través de sus ojos veía el
mundo pero el mundo ya no lo veía a él, tan solo una masa enrojecida y
brillante por las cremas y los ungüentos es lo que mostraba.
Y así llevaba su día a día, un problema más que añadir a
otros problemas, había visitado a diversos dermatólogos y todos coincidían en
diagnóstico y tratamiento pero su cara no mejoraba, su eterna primavera dérmica
lo tenía acobardado y había probado de todo, a este paso acabaría peor que la
madre de Ben-Hur en el valle de los leprosos y no lo querrían ni los gusanos en
su fría caja de madera llegado el momento.
Su piel de cartón era una señal de su involución, perdida la
flexibilidad y textura de su envoltura corporal era hora de ir pensando en
retirarse de muchos frentes abiertos en tiempos pasados, había que plegar velas y buscar refugio en buen puerto,
la exposición a entornos climáticos adversos debía restringirse al máximo y ya
que no encontraba alivio en fármacos y placebos, debía resignar su piel a la
evolución natural de su existencia. Era su cubierta, su envoltura, su
escaparate al mundo y este como en la noche de los cristales rotos de 1938, se
estaba resquebrajando a marchas forzadas, tan solo el fuego purificador lo
liberaría de su máscara de cartón.
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