La brisa de la bahía entraba por la ventana meciendo
suavemente unas tupidas cortinas blancas, en el techo un ventilador de aspas
deshilachadas giraba monótonamente renovando el aire húmedo y caliente que a
primeras horas de la mañana ya se había instalado en su vivienda; fuera, la
exuberante vegetación se extendía allá donde pusieras la vista, perdiéndose en
las alturas de una colina puntiaguda cincelada por los vientos a lo largo de
los siglos. Desde su cama solo oía el canto de los pájaros mezclado con el
rumor de las olas en la lejanía rompiendo contra el arrecife, apenas un motor de combustión de
tanto en tanto ronroneando por la carretera que circunvalaba toda la isla
siguiendo su litoral, allí se oía el silencio salpicado de verdes y turquesa
lejos de un mundo caótico y atropellado que latía a miles de kilómetros.
Hacía un par de años que se había trasladado a aquel rincón
del planeta y allí había encontrado la esencia de lo que estuvo buscando
durante años, empezar de nuevo partiendo de cero, disfrutando de una vida
natural y tranquila entre palmeras, aguas cristalinas y la inmensidad del mar a
su alrededor. Siempre tuvo claro que el sur del Pacífico sería su casa pero
nunca encontraba el momento de romper con todo, soltar amarras y embarcarse en
la aventura de su vida, aquella que le había llevado a instalarse en una
pequeña bahía de la isla de Moorea.
La apacible vida que allí llevaba carecía del estrés de la
ciudad en la que había nacido, un pequeño negocio náutico colmaba sus
aspiraciones; los escasos ahorros con los que llegó a la isla le permitieron
comprar un motovelero de veinte metros de eslora muy necesitado de
restauración, con paciencia y habilidad aquella embarcación fue adquiriendo el
esplendor de tiempos pasados y tras unos meses trabajando en ella estuvo lista
para volver a surcar los mares. Las excursiones con turistas centraron su
actividad a partir de ese momento y no le fue nada mal pues había podido
ampliar el negocio y ya contaba con tres embarcaciones de características
similares.
La bahía de Cook era su base de operaciones, allí tenía su
fondeadero y desde hacía unos meses también su escuela de submarinismo; la
proximidad de varios resorts de lujo, le permitían ofrecer sus servicios a los
clientes como parte de las actividades del hotel en el que se alojaban, todos
ganaban con la operación y poco a poco su empresa Welcome to the Paradise fue
haciéndose un hueco en la oferta turística de la isla. Las excursiones al
límite de la laguna para dar de comer a los tiburones junto al arrecife eran
las más solicitadas, en grupos de quince o veinte personas se sumergían sujetos
a una cuerda que hacía las veces de
pasamanos mientras un miembro de la organización cebaba el entorno; los
momentos de espera estaban cargados de tensión e incertidumbre, nunca sabías
por donde podían aparecer los escualos.
Nunca tenían que esperar mucho tiempo, de la nada surgía un
primer ejemplar describiendo círculos a su alrededor y estudiando desde la
distancia al grupo de intrusos, luego aparecía un segundo y un tercero, al poco
se veían rodeados por una vorágine de escualos inquietos y curiosos en busca de
alimento; la incredulidad y temor del grupo en los primeros momentos pasaba
pronto a ser un deleite para los sentidos, la descarga de adrenalina elevaba
los niveles de euforia de unos turistas que con ojos atónitos no daban crédito
a lo que veían.
La vida en Moorea era plácida y sin sobresaltos, los días
largos y soleados daban paso a atardeceres de postal en donde dar largos paseos
por la orilla de la playa te conectaban con los astros; las noches oscuras se
veían rotas por el reflejo de la luna bailando sobre las aguas de la laguna y
todo el ciclo se completaba con espléndidos amaneceres en los cuales la isla
despertaba a un nuevo día. No añoraba la vida en el continente pues allí tenía
todo lo que necesitaba y siempre había querido, la vecina Tahití podía
reportarle la modernidad que en su isla escaseaba en un momento dado, allí
estaba el centro administrativo de Polinesia Francesa, su Universidad, sus
grandes hospitales, era la puerta de entrada o salida con el resto del mundo
pero él la había cerrado.
No había dejado nada en su lejana España salvo la
familia y algunos amigos, en esos
momentos parte de la primera volaba hacia allí para pasar una temporada y
conocer su emporio de primera mano pues hasta entonces tan solo la red de redes
había sido su nexo de unión, prometía ser un encuentro emotivo y largamente
esperado pues eran ya dos años sin verse, sin abrazarse, sin compartir miradas
ni afectos. El alojamiento estaba listo para recibirlos pues contaba con una
casa grande aunque sin lujos, a la mañana siguiente se acercaría hasta el
puerto y allí cogería el ferry que en poco más de media hora lo dejaría en
Tahití de la que apenas le separaban catorce kilómetros; un taxi lo llevaría al
aeropuerto de Fa’ha en Papeete y allí esperaría al vuelo 547 de Air France
procedente de París.
Pero eso sería mañana, de momento y como cada tarde tras
dejar amarrada su pequeña flota, bajaría
por el sendero que desde su casa lo llevaba a través del palmeral, a la
lengua de arenas doradas bañadas por las aguas turquesa de la laguna; allí
meditaba y daba las gracias por lo afortunado que había sido al encontrar aquel
edén en mitad del océano, aquella tierra agradecida lo había recibido como a
uno de sus hijos y lo había integrado entre sus gentes como a uno más. Las
aguas cristalinas de la bahía eran el cielo de unos fondos marinos multicolores
en los que la abundante flora y fauna marina convertían aquel enclave en un
jardín de dioses pues dioses debieron ser quienes crearon tanta belleza y
perfección.
Allí, con el agua acariciando sus piernas, vería el declinar
de una nueva jornada en la que poco a poco el cielo iría llenándose de
estrellas y la luna haría un guiño a la noche jugando con su reflejo sobre las
aguas tranquilas de aquel trozo del paraíso a la espera de un nuevo amanecer.