El celular emitió dos pitidos y su pantalla se iluminó
mostrando un nuevo mensaje en la bandeja de entrada, él dormía y a duras penas
tanteó con su mano sobre la mesita de noche buscando la fuente del sonido. Era
un whatsap de ella confirmándole que
podían pasar el día juntos; él había esperado esa llamada durante toda la
semana y ahora tras leer el escueto mensaje, no daba crédito a su suerte.
Aquellas cuatro palabras “llegaré a las
once” le habían alegrado la mañana.
Aun faltaban dos horas para su encuentro así que siguió
tendido boca arriba con el celular entre las manos, ya no podía dormir, la
imagen de su amiga llenaba todo el campo visual dentro de su cabeza; aún con
los ojos cerrados la veía tan cerca que podía tocarla con tan solo estirar los
brazos, aquel encuentro era largamente esperado y en tan solo dos horas la
tendría allí, a su lado.
Al inicio del verano no podía imaginar en pasar un día
juntos, se resignaba a sus largas ausencias limitándose a su recuerdo. Normalmente
nunca tenía noticias suyas de ahí la sorpresa de su mensaje. Es verdad que
antes del verano le había dicho que le llamaría pero también lo había dicho
otras veces y nunca ocurrió. Debía prepararse para un gran día en el que todo
tendría que ser perfecto.
Ella apareció radiante un poco pasadas las once, enfundada en
sus jeans y con una camiseta blanca parecía flotar sobre el suelo cuando se
dirigió hacia él; su rubio cabello estaba anudado en una larga coleta que se
balanceaba con un rítmico movimiento acariciando su espalda, de su hombro
colgaba un bolso de mimbre en el que asomaba una toalla de color verde
esmeralda haciendo juego con sus ojos, era una diosa en movimiento y venía
dispuesta a pasar el día con él. Al verse se sonrieron, enlazándose en un
abrazo de complicidad que incluía beso de bienvenida y miradas de escrutinio.
Aquella mañana fueron a una pequeña cala de fondos pedregosos
y aguas transparentes como el cristal, estaba a las afueras del pueblo y era
poco concurrida por su difícil acceso; él sabía que le iba a gustar y estaba
loco por verla en biquini y ver sus evoluciones bajo el agua, le constaba que
era buena nadadora. Cuando llegaron al diminuto enclave este estaba desierto
cosa que agradecieron, el agua apenas levantaba espuma en la orilla y todo allí
respiraba naturaleza; extendieron las toallas y ella sacó de su cesto un tubo
de crema protectora, en un visto y no visto se había quitado la ropa y se
untaba la crema por todo su cuerpo, “quien
fuera crema” pensó él. No perdía detalle de aquel cuerpo tan próximo y tan
bien proporcionado, sus pliegues, sus contornos y las zonas que ocultaban el
pequeño biquini encendían sus pasiones, ella lo pilló mirándola y sonrió
pícaramente, le lanzó el tubo de crema invitándolo a protegerse.
Sin pensárselo mucho se metieron en el agua salpicándose el
uno al otro entre risas y gritos, cuando la profundidad del agua alcanzaba ya
cierto nivel desaparecieron bajo su superficie y ambos se adentraron por los
nítidos fondos marinos de aquella cala desierta. Jugaron a pillarse, a ver
quien tocaba el fondo antes de los dos, se detenían en misteriosas oquedades
que exploraban con curiosidad, se cogían y se soltaban con gestos que iban más
allá de la simple amistad hasta que se unieron en un abrazo submarino en el que
sus pieles de adaptaron la una a la otra.
Sus labios estaban a punto de fundirse en un solo beso cuando
un ruido brusco, violento, acompañado de un aroma fétido y nauseabundo le hizo
abrir los ojos, estaba tumbado en la cama de una habitación en sombras que
pronto reconoció como suya; aquel inoportuno pedo matutino lo había sacado de
su ensoñación de la forma más incómoda, la imagen de su amiga en la playa a
punto de ser besada se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, y él quedo mirando
al techo con una sensación agridulce en la cabeza. Pronto aquel sueño vivido
con tanta intensidad se volvió borroso y tan solo la imagen de su rostro quedó
anclada en sus neuronas, la playa, el mar y su cuerpo semidesnudo,
desaparecieron de un plumazo y él siguió mirando un techo en penumbra que ya
empezaba a clarear. Tras retozar un buen rato recreándose en el recuerdo de su
amiga, al final se hizo el ánimo y se incorporó para ir al baño, no más de tres
pasos, una vez allí y después de una
larga meada, se sacudió convenientemente aquel trozo de carne babeante y se
volvió a la cama para seguir durmiendo y quizás, volver a atrapar el sueño de aquella noche de
verano.
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