Uno piensa que la cosa no va con él, cree erróneamente estar
exento de riesgos y que esas cosas que uno lee o escucha en los medios siempre
le ocurren a otros; se siente protegido por un algo difícil de explicar y
llegado el caso, sería capaz de sortear la adversidad y salir ileso del
percance. En otros casos ni siquiera piensa en la existencia de amenazas en el
entorno en que se mueve, sobrevalorando las capacidades que cree poseer para
hacer frente a cualquier imprevisto.
En lo que llevamos de año en España rondamos las 350 muertes
por ahogamiento, un 15% más que en 2016, en otras circunstancias no me llamaría
la atención este suceso puesto que mi contacto con el agua no va más allá de la
mera higiene personal y salvo que venga un tsunami imagino palmaré de otra cosa
ajena al tema hídrico, pero la otra tarde tuve ocasión de vivir la tragedia de
cerca y eso me hizo reflexionar.
Lo que me llamó la atención no fueron los dos cadáveres
tendidos en la arena frente a mi uno a pocos metros del otro tapados con las
clásicas sábanas térmicas, pues en el pasado ya vi unos cuantos en otras
circunstancias, lo curioso del cuadro era ver a la gente pasando junto a ellos
intentando disimular que los miraban, también la impasividad de las terrazas
cercanas ajenas al macabro suceso en donde las gentes parloteaban y reían
disfrutando de sus refrescos o la concentración de salseros un centenar de
metros más allá celebrando su reunión anual indiferentes al ocaso de aquellos
dos bañistas.
Allí tendidos al atardecer acabaron las vidas de una pareja
de mediana edad que pocas horas antes tan solo pensaban en pasar una agradable tarde
en la playa, el mar estaba movido y había corrientes, los servicios de
socorristas habían terminado su turno y la franja de costa quedaba a merced del
sentido común de los bañistas, esos que piensan que a ellos no les puede pasar nada
pero que no son conscientes de que una vez pones un pie en el agua… ya has
comprado un boleto de lotería. Y la cifra de 350 ahogados seguirá aumentando.
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