Si sois de ánimo flojo o de fácil vomitar, no leáis estas líneas no os
vayáis a estropear…
Hace tiempo que lo vengo
diciendo, ahí dentro algo no va bien, son muchos ya los meses de ingratas
molestias, de ruidos y crujidos sospechosos, de fugas inoportunas; siempre ha
tenido sus teclas pero en el último año el monstruo está más presente, como si
quisiera reivindicar su nefasta existencia.
Los entendidos ya echaron una mirada y realizaros sus doctas pruebas pero el
monstruo supo ocultarse bien en las entrañas del averno y para mí que pasó
desapercibido, agazapado, mimetizándose con los fétidos fluidos; al final
tendrán que entrar en el maltrecho cuerpo con sus gomas invasoras removiendo
los intersticios más íntimos de mi ser en aras de una exploración más
detallada.
En los últimos tiempos, raro es
el día en que no lanza su zarpazo de aviso recordando su poder, allí está
latente, esperando el momento oportuno para hacer temblar los flácidos
epiplones que cariñosamente envuelven mis miserias; los momentos de sosiego tan
solo son el preludio de un nuevo ataque el cual espero con ansiedad y
resignación. Nada hay concreto que despierte a la bestia, su respiración
acompasada acompaña al ritmo vital de un cuerpo al que la vida se le escapa por
momentos y está condenada al infierno.
Al igual que en los días de
matanza, las tripas rellenas de inmundicia varia tensan sus membranas haciendo
brillar su fina pared traslúcida, por momentos amenazan con reventar y aquel
chorizo encarnado y grasoso se retuerce en su dolor, transmitiendo sus ondas
álgidas a territorios vecinos en los que no son bien recibidas. Las vísceras
inquietas, intentan escapar de la quema pero la maraña de tripas agitándose
como los tentáculos de un pulpo ebrio, atrapan a todo el universo abdominal
comprimiendo y succionando con sus ventosas, cualquier resto de integridad
orgánica.
La lucha fraticida de los
intestinos rebelados contra el todo que los contiene, no auspicia nada bueno,
el campo de batalla donde se desarrolla el choque permanece inundado de humores
putrefactos y malolientes que buscan un punto de escape por el que huir de tan
macabra sangría. Asas gelatinosas se deslizan las unas sobre las otras como una
serpiente reptando en busca de su presa, anillos ingurgitados y distendidos que
a punto están de reventar y llenarlo todo de inmundicia, plantan cara a
membranas sonrosadas y viscosas que intentan eludir el enfrentamiento; toda la
contienda se desarrolla en un oscuro campo sumergido en sangre y bilis que va
extendiéndose hasta alcanzar el más mínimo resquicio, el gas resultante de tan
nefastos acontecimientos contribuye con su constante burbujeo a crear nuevos
estados de malestar.
La repugnante batalla
intestinal, de la que ninguna víscera escapa, se prolonga a lo largo de los
meses, asolando cualquier momento de placidez corporal y solo males mayores nos
alejan por unos momentos, del asqueante conflicto interno que se desarrolla por
debajo de nuestros pulmones. Las descargas de fluidos ignominiosos son
continuas y estas llegan desde todas las direcciones cruzándose dentro de los
conductos en conflicto como si de un túnel de lavado se tratara; agua, sangre,
secreciones de todo tipo y algún líquido incierto se mezclan con restos sólidos
y viscosos que titubeantes, navegan hacia lo desconocido por un océano
tenebroso lleno de recodos traicioneros.
Y la bola va creciendo en
nuestro interior de manera inexorable, poco a poco va añadiendo capas a su
núcleo, incrementando el calibre del artefacto que se esfuerza por seguir
avanzando entre mucosas y tegumentos; las curvas angostas de la gelatinosa
carretera por la que se desplaza, suponen arduos esfuerzos a las paredes
vibrátiles que impulsan el sólido hacia su estoma final, una cascada de
reacciones se desencadena con cada milímetro de progreso y el cuerpo, envase de
todo el proceso catártico, reacciona incrementando sus constantes.
Tripas anárquicas de
comportamiento impreciso, conductos oscuros de calibres inconstantes, salida
natural de perpetuos desperdicios, vertedero de miserias y fluidos adulterados;
esa parte sucia de nuestro inmaculado ser, se rebela contra su dueño
atormentándolo y condenándolo al aislamiento social, llevándolo al destierro
forzado, acabando con la pulcritud de sus relaciones. Una y otra vez nos llevan
al límite de la resistencia orgánica y cuando creemos estar a punto de
estallar, una falsa calma se instala en tierra de nadie relajando tripas,
vísceras y epiplones hasta que una nueva andanada nos lance a un rincón en el
que seguir retorciéndonos de dolor.
El miedo a perforarnos con un
mal retortijón está siempre presente, la vida se iría por esa nueva ventana recién
abierta, salpicando las cortinas con sus caldos sucios de sangre ennegrecida. Todo
es incertidumbre y desconsuelo a nuestro alrededor mientras nuestras butifarras
henchidas de rencor, nos recuerdan su presencia minuto a minuto, amenazando
cada momento aun por vivir con un final grotesco y trágico.
Hago un detenido repaso y busco
en el pasado momentos de sosiego hace mucho olvidados, he de esforzarme por
encontrar esos fragmentos diluidos en el tiempo que una vez trajeron calma a
unas vísceras hoy atormentadas, busco y en mi búsqueda no me reconozco con
aquel vientre plano tantas veces exhibido y en la actualidad echado a perder de
la manera más ingrata. Los ruidos no abandonan la cascada de fluidos que
internamente, buscan una salida discreta que ayude a rebajar las presiones
malsanas gestadas en la intimidad orgánica; esa fuga frustrada muchas veces o
convertida en esperpéntico escape en otras, nos delata y hace dirigir las miradas
hacia nosotros que a duras penas intentamos disimular el incómodo momento. El
desliz tantas veces evitado, irrumpe con fuerza en el lugar y momento menos
indicado, poniendo de manifiesto la debilidad de nuestras carnes ante la
retención requerida.
El bolo avanza a duras penas y
en su triste recorrido corpóreo, encuentra estrecheces íntimas e inesperadas
que dificultan su tránsito, el conducto que lo envuelve se adapta y modifica su
calibre a medida que los volúmenes englobados varían en tamaño y forma. La
flacidez que el tiempo imprime a los tejidos, puede llegar a convertirse en
origen de frustraciones y complejos, al colaborar fehacientemente en la pérdida
de sustancias íntimas fuera de nuestro control y gusto.
Uggggggg gruñen nuestras tripas
pidiendo alivio, alivio que por otra parte no podemos darles pues a estas
alturas ya funcionan a su libre albedrío, solo verlas retorcerse en nuestro
interior como anguilas en una acequia enlodada, nos puede hacer imaginar el
caos intestinal que se vive en nuestras entrañas, nada bucólico, nada plácido,
nada celestial…solo tormento y caos, y en ese caos tormentoso siempre presente
un riesgo vital inminente que amenaza acabar con todo, siendo quizás ese final
la solución a todo el sufrimiento. Al igual que en una mascletá valenciana, el
cuerpo morirá entre gases, ruidos y fluidos viscosos que lanzados a un cielo
azul, impregnarán el ambiente con sus característicos olores nauseabundos cuyos
vapores irán poco a poco ocultándonos el sol, huérfanos de luz solar entraremos
en el mundo de las tinieblas y allí, olvidados por todos, nuestra alma vagará
sin rumbo el resto de nuestro tiempo.
¿Oléis la mierda?