sábado, 26 de noviembre de 2016

UN RETORTIJÓN LLAMADO PLOF

Amigo de las fabadas y guisos contundentes, aquel tipo era propenso a los desarreglos intestinales; una flatulencia incontenible acompañaba sus andares las primeras horas de cada jornada, el exceso de gases gestados durante la noche, necesitaba equilibrarse con la atmósfera exterior de aquel cuerpo velludo y dilatado. Con cada expulsión sus tripas se aliviaban de un lastre fétido e inmundo qué rondando por su interior, le creaba desasosiego y pena no obstante, su carácter bonachón y afable le ayudaba a lidiar con su mal de pancha como solía él llamarlo.


Argimino era hombre de tertulias en las cuales siempre había algo que picar, era de nunca decir no a una invitación pero también era de convidar sin reparos; sus límites los marcaba el nivel de hartazgo y este era generoso y amplio. Gustaba de ver los platos llenos por ello odiaba las nuevas tendencias de la cocina reconstruida en la cual se veía mucha cerámica y poca comida por ello llenar el estómago a base de humos, texturas indeterminadas y curiosos alimentos liofilizados se le hacía harto difícil.

Tras una comida él necesitaba sentirse lleno a reventar, luego una buena siesta roncadora de las que te hacen caer la babilla, era suficiente para acomodar el condumio en el lugar adecuado. Los platos debían quedar limpios y él, que era muy de rebañar con un buen trozo de pan, los dejaba como los chorros de oro; niquelados como solía decir su difunta madre.


Todo ese alimento que ingería Argimino, que era mucho y variado, luego precisaba de un proceso metabólico de armas tomar porqué era hombre de digestiones lentas y trabajadas; sus órganos eran una factoría bien engrasada a la que no daba descanso pues su boca no dejaba de rumiar durante casi toda la jornada, siempre estaba masticando algo y en sus bolsillos nunca faltaban tropezones de cualquier cosa que echarse al coleto. Era un tragaldabas.

Pero toda aquella ingesta desmedida le pasaba factura y en más de una ocasión sus consecuencias le habían hecho una mala jugada; en los últimos tiempos los retortijones postpandriales eran más frecuentes y de mayor intensidad, eso lo tenía preocupado pues no había variado sus hábitos alimenticios ni en cantidad ni en frecuencia, algo pues no iba bien en su interior y sus digestiones ya no eran lo que fueron.


Estaba orgulloso de su generoso abdomen del cual alababa lo que le había costado conseguir, lo masajeaba con cariño y medio en broma era frecuente oírle comentar como su volumen hacía tiempo que no le dejaba ver sus atributos que a la sombra de aquella panza, hacían vida monacal y célibe desde hacía ya mucho. A su manera era desenfadado y buen conversador pero en los últimos tiempos esos quejidos lastimeros procedentes de lo más íntimo de sus tripas, le amargaban las tertulias debiendo retirarse de ellas antes de lo que era su gusto.

Argimino sufría en silencio y había empezado a deponer con un ritmo inusual que afectaba a sus relaciones sociales, pronto empezaría a no poder controlar sus esfínteres pero eso aún no lo sabía; los retortijones tras las comidas iban en aumento y sus gases empezaban a apestar, se diría que su interior era un vertedero en constante estado de putrefacción derivado del cual, un pestilente aroma había empezado a incrustarse en todo lo que le rodeaba.


Alérgico a los médicos y mucho más a los hospitales, se resistía a pedirse una cita en el ambulatorio y exponer su problema; había oído hablar que te tenían un día cagando y luego te metían un tubo que llegaba casi hasta los empastes y él era firme en ese aspecto, era muy hombre a pesar de lo mucho que hacía que no probaba hembra y por su culo no entraba nada, ni siquiera un mísero supositorio.

Un día se encontró en la plaza al veterinario del pueblo al que conocía desde que eran chavales y le expuso su situación, este al oírlo dio un rápido diagnostico visto en muchas bestias de la comarca ―tienes el mal de Plof― y le explicó ―las  bestias tragonas un buen día empiezan con cagaleras más fétidas de lo normal, están inquietas y no dejan de lamerse la panza para aliviarse el dolor que sienten, un buen día y tras un sonoro ¡plof!, de ahí el nombre del cuadro clínico, caen de bruces y mueren en un charco de su propia inmundicia, es una asquerosa forma de morir; amigo Argimino, lo siento mucho pero solo te queda esperar al gran Plof.



Argimino oía lo que su amigo le decía con una mueca de amargura, resignado y cabizbajo se alejó tras despedirse de aquel docto licenciado en bestias al que tenía en alta estima; era su destino pensó y si tenía que esperar al gran Plof para irse al otro barrio lo haría como a él más le gustaba, comiendo. A partir de ese día ya no tuvo control, tras cada comida asumía su sesión de sufrimiento intestinal a la espera de que fuera la última digestión; Argimino vivió comiendo y murió cagando pero fue feliz hasta el final.

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