sábado, 13 de febrero de 2016

ANACLETA, UNA MUJER SINGULAR

Anacleta, a quien todos conocían como Ana la zamba, era una mujer vulgar del pueblo llano, de joven había sido una adolescente alocada tocando todos los palos de la marginalidad, en su casa la dieron por perdida y nunca encontró su sitio en la sociedad. Tenía antecedentes penales pues más de una vez pasó la noche en los calabozos tras los excesos a los que estaba acostumbrada, era rebelde y no se achataba ante nada motivo por el que en alguna ocasión la habían cruzado la cara.

Con una juventud marcada por amistades poco recomendables, continuos disgustos familiares y una absoluta falta de responsabilidad, pronto se aficionó al dinero fácil y la mejor forma de conseguirlo fue explotando sus encantos. De cara era resultona, con el pelo castaño y ojos color de miel solía gustar al primer vistazo; sonreía como una hiena y eso ponía cachondo a más de uno de los muchos que aspiraban a beneficiársela pero ella en aquellos tiempos siempre fue selectiva con los asuntos del roce corporal y no prestaba sus favores a cualquiera.

El apodo de la zamba le venía de sus piernas arqueadas lo que le daba unos andares muy pintorescos, ella no hacía caso y siempre decía que “por el túnel pasa el tren” y razón tenía pues entre aquel túnel formado por sus piernas arqueadas pasaron muchos trenes durante una época de su vida, hoy ya convertida en una mujer madura Anacleta ya no era la que fue a pesar de seguir moviéndose en ambientes turbios.

Su profesión aunque relacionada con la calle no era de bajarse las bragas, podíamos definirla como pajillera de patio de butacas, ocupación que ejercía en las salas de cine X; su material de trabajo eran unos guantes de  látex y un buen juego de muñeca. El ángulo de fricción, la cadencia del bombeo, la presión digital sobre el miembro así como la posición de ataque, eran factores muy a tener en cuenta a la hora de realizar una buena paja, Anacleta lo sabía bien pues eran muchos años de experiencia en el oficio y sus expertas manos se movían con habilidad en su campo de batalla.


Hoy el trabajo ya no era lo de hace unos años, la llegada de los videoclubs en los que la gente alquilaba sus pelis guarras y más tarde con la aparición de internet en donde estas eran gratis, redujo la afluencia de público a las salas X, no es que en pleno auge estas se llenaran pero la zamba en una sola sesión había llegado a sacarle lustre al miembro de quince o veinte clientes haciendo una buena caja. La profesión de pajillera estaba tocada de muerte al igual que este tipo de cines en los que ella desempeñaba su función y de los que apenas se podían contar ya con los dedos de una mano. Ver pelis guarras en la intimidad del home había desbaratado el negocio de Anacleta quien se sentía ya mayor para cambiar de disciplina.

Anacleta era una de las últimas representantes de un glorioso oficio que encumbró al Cuerpo de  Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios, de  Málaga, creado en 1840 y cuyo fin era prestar consuelo mediante maniobras de masturbación a los numerosos heridos en las batallas de la reciente guerra carlista española; su devoción altruista en el desahogo del semen oprimido las llevó a ser conocidas como Las pajilleras de la caridad.


Yo conocí a Anacleta la zamba y no como cliente, le vendía los guantes de látex que por entonces se llevaba en cajas de cien unidades, pude ver el declive de aquella mujer de piernas arqueadas cuyos andares ya le pasaban factura a sus rodillas, con apenas cincuenta años padecía una acelerada artrosis de muñecas quizás debida a su agitada vida en los patios de butacas en donde tantas veces fue reclamada su presencia.

Aquella mujer podía escribir un tratado sobre la buena paja pues las había hecho de mil formas pero siempre de manera higiénica, profesional y sobre todo placentera; en cuanto tenía un pene entre sus manos sabía cómo iba este a responder, sabía cómo enlentecer el trabajo si ese era su deseo o acabarlo de forma rápida; era experta en el estrangulamiento simulado, el retorcimiento penoso y la sacudida salvaje, todas estas técnicas habían hecho de Anacleta una artista de la masturbación en penumbra, sus clientes la veneraban y era muy común repetir sus servicios a lo largo de una sesión de cine X.


Hoy Anacleta conocida como la zamba, deambulaba sin rumbo fijo por los barrios que un día la encumbraron, las salas de cine donde paseo su arte pajillero hoy tenían las persianas echadas o se habían reconvertido en algún negocio asiático, solo aquellos cuyos miembros tuvieron la fortuna de ser masajeados por sus manos, guardaban un grato recuerdo de aquellos momentos íntimos que marcaron sus vidas pues una paja de Anacleta no se le hacía a cualquiera.

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