Anacleta, a quien todos conocían como Ana la zamba, era una mujer vulgar del
pueblo llano, de joven había sido una adolescente alocada tocando todos los
palos de la marginalidad, en su casa la dieron por perdida y nunca encontró su
sitio en la sociedad. Tenía antecedentes penales pues más de una vez pasó la
noche en los calabozos tras los excesos a los que estaba acostumbrada, era
rebelde y no se achataba ante nada motivo por el que en alguna ocasión la
habían cruzado la cara.
Con una juventud marcada por amistades poco recomendables,
continuos disgustos familiares y una absoluta falta de responsabilidad, pronto
se aficionó al dinero fácil y la mejor forma de conseguirlo fue explotando sus
encantos. De cara era resultona, con el pelo castaño y ojos color de miel solía
gustar al primer vistazo; sonreía como una hiena y eso ponía cachondo a más de
uno de los muchos que aspiraban a beneficiársela pero ella en aquellos tiempos
siempre fue selectiva con los asuntos del roce corporal y no prestaba sus
favores a cualquiera.
El apodo de la zamba
le venía de sus piernas arqueadas lo que le daba unos andares muy pintorescos,
ella no hacía caso y siempre decía que “por el túnel pasa el tren” y razón
tenía pues entre aquel túnel formado por sus piernas arqueadas pasaron muchos
trenes durante una época de su vida, hoy ya convertida en una mujer madura
Anacleta ya no era la que fue a pesar de seguir moviéndose en ambientes turbios.
Su profesión aunque relacionada con la calle no era de bajarse
las bragas, podíamos definirla como pajillera
de patio de butacas, ocupación que ejercía en las salas de cine X; su material
de trabajo eran unos guantes de látex y
un buen juego de muñeca. El ángulo de fricción, la cadencia del bombeo, la
presión digital sobre el miembro así como la posición de ataque, eran factores
muy a tener en cuenta a la hora de realizar una buena paja, Anacleta lo sabía
bien pues eran muchos años de experiencia en el oficio y sus expertas manos se
movían con habilidad en su campo de batalla.
Hoy el trabajo ya no era lo de hace unos años, la llegada de
los videoclubs en los que la gente alquilaba sus pelis guarras y más tarde con
la aparición de internet en donde estas eran gratis, redujo la afluencia de
público a las salas X, no es que en pleno auge estas se llenaran pero la zamba en una sola sesión había
llegado a sacarle lustre al miembro de quince o veinte clientes haciendo una
buena caja. La profesión de pajillera estaba tocada de muerte al igual que este
tipo de cines en los que ella desempeñaba su función y de los que apenas se
podían contar ya con los dedos de una mano. Ver pelis guarras en la intimidad del
home había desbaratado el negocio de
Anacleta quien se sentía ya mayor para cambiar de disciplina.
Anacleta era una de las últimas representantes de un glorioso
oficio que encumbró al Cuerpo de
Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios, de Málaga, creado en 1840 y cuyo fin era prestar
consuelo mediante maniobras de masturbación a los numerosos heridos en las
batallas de la reciente guerra carlista española; su devoción altruista en el
desahogo del semen oprimido las llevó a ser conocidas como Las pajilleras de la caridad.
Yo conocí a Anacleta la
zamba y no como cliente, le vendía los guantes de látex que por entonces se
llevaba en cajas de cien unidades, pude ver el declive de aquella mujer de
piernas arqueadas cuyos andares ya le pasaban factura a sus rodillas, con
apenas cincuenta años padecía una acelerada artrosis de muñecas quizás debida a
su agitada vida en los patios de butacas en donde tantas veces fue reclamada su
presencia.
Aquella mujer podía escribir un tratado sobre la buena paja
pues las había hecho de mil formas pero siempre de manera higiénica,
profesional y sobre todo placentera; en cuanto tenía un pene entre sus manos
sabía cómo iba este a responder, sabía cómo enlentecer el trabajo si ese era su
deseo o acabarlo de forma rápida; era experta en el estrangulamiento simulado,
el retorcimiento penoso y la sacudida salvaje, todas estas técnicas habían hecho
de Anacleta una artista de la masturbación en penumbra, sus clientes la
veneraban y era muy común repetir sus servicios a lo largo de una sesión de
cine X.
Hoy Anacleta conocida como la zamba, deambulaba sin rumbo fijo por los barrios que un día la
encumbraron, las salas de cine donde paseo su arte pajillero hoy tenían las
persianas echadas o se habían reconvertido en algún negocio asiático, solo
aquellos cuyos miembros tuvieron la fortuna de ser masajeados por sus manos,
guardaban un grato recuerdo de aquellos momentos íntimos que marcaron sus vidas
pues una paja de Anacleta no se le hacía a cualquiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario