sábado, 28 de febrero de 2015

LA CAPUCHA DEL VERDUGO

Aniceto era de los pocos que quedaban en su profesión, esta había venido a menos en las sociedades desarrolladas acuciada por la implantación implacable de los dichosos derechos humanos; el arte en dar matarile a los condenados se estaba perdiendo y ya nadie del gremio se preocupaba en innovar, los pocos que aún recibían encargos se limitaban a los métodos tradicionales y poco más.

Aniceto se consideraba un clásico del oficio y aun no siendo ya necesaria, a él le gustaba lucir capucha en las ceremonias del último adiós; Aniceto provenía de una saga de hombres dedicados a atender patíbulos por toda Europa, algunos de sus antepasados habían participado en ejecuciones célebres, de las que se hacían eco todos los medios. La capucha de Aniceto era una reliquia familiar que él tenía en mucho aprecio y era un signo de identidad de la saga a la que pertenecía, no sabría decir cuánto tiempo tenía aquella prenda singular pero sabía, por las historias oídas en la familia, que había estado junto a la guillotina en tiempos de María Antonieta.


Una ejecución era un acto social y como tal, requería de un boato y un lucir destacado; Aniceto cuidaba las formas y no por muy trágico que fuera el desenlace de sus jornadas laborales, se abandonaba en su proceder. Era de vestir pulcro y su capucha siempre le daba un toque de distinción por algo era la prenda más notable de su indumentaria, nadie conocía el rostro de Aniceto pues él se cuidaba muy mucho de permanecer en el anonimato; acudía al presidio donde se le reclamara, llevaba a cabo su labor y desaparecía sin hacerse de notar a la espera de un nuevo encargo.

Aniceto era un buen profesional en su oficio, dominaba todas las formas de ejecución y las aplicaba con eficacia, era rápido en su proceder no recreándose en la agonía gratuita, tenía un buen matar y eso era apreciado en el oficio. Muchas eran las técnicas que había practicado y de ellas la inyección letal no era muy de su gusto, las mezclas tóxicas a veces fallaban prolongando el tránsito a la otra vida en ocasiones durante muchos minutos, el reo moría entre convulsiones y espumarajos empapado en su orina y otros fluidos, era un morir desagradable que escapaba a su entender.


Él era más de ceses rápidos, sin efectos secundarios ni falsos revivires,  estos últimos en una ocasión le dieron trabajo extra. Aquella vez la silla eléctrica era el método elegido; el reo estaba correctamente sentado, sus muñecas humedecidas estaban atadas con correas que mantenían los electrodos aplicados a su piel, la corona metálica adaptada a su cabeza en la cual una tonsura permitía la conducción eléctrica estaba bien sujeta, el barbuquejo evitaba los movimientos de mandíbula y un bocado de goma impedía que se mordiera la lengua durante la descarga. Aniceto accionó la palanca a la hora indicada y tres mil voltios recorrieron el cuerpo del desdichado de ese día, cuando la levantó y la corriente cesó aquel tipo aún se movía por lo que aplicó una segunda descarga; el humo salía de sus zapatos y un olor a carne quemada impregnó el ambiente ante los ojos atónitos de los testigos presentes en el acto, todo parecía haber acabado cuando el chamuscado cuerpo intentó enderezarse en la silla, sin pensárselo dos veces Aniceto le dio a la palanca por tercera vez al tiempo que un charco de orina fluía por la entrepierna de aquel desgraciado, allí acabó su existencia.


Aniceto tenía buena mano con los nudos marineros, el corredizo era de sus preferidos aunque también era diestro en la elaboración del as de guía, el rizo o el doble bucle; la horca era un clásico entre los métodos de ejecución, el patíbulo con sus doce escalones, la trampilla accionada por la palanca de apertura y en lo alto, la soga de cáñamo balanceándose eran un marco ejecutor inigualable; lo más parecido en escenario y sensaciones era la ya olvidada decapitación con hacha o sable de la vieja Europa medieval o el lejano Oriente. Aniceto estaba muy ilustrado en el tema y tenía amplia bibliografía al respecto, su Historia de las ejecuciones era una obra maestra que presumía poseer en su extensa biblioteca pero también destacaban títulos emblemáticos como El arte de matar, El buen morir o Ingenios purificadores del Santo Oficio.


El gaseado individual o múltiple tampoco era del agrado de Aniceto, eso de ir jugando con vapores tóxicos no le ponía. Había experimentado con diversos gases nerviosos pero nunca quedaba satisfecho con los resultados, había estudiado los inicios de estas prácticas durante la primera gran guerra con el gas sarín o mostaza pero no consideraba esta una forma de buen morir; más tarde indagó en las gaseadas masivas de judíos practicadas por los nazis y tampoco estas le convencieron por lo que su desagrado por el método siguió incrementándose, por tanto y en base  a los resultados obtenidos esta era una práctica que siempre intentaba evitar.

Un formato restringido al ámbito militar era el fusilamiento, Aniceto había formado parte de un pelotón de castigo en un país lejano en sus tiempos de mercenario, el método no estaba mal pero precisaba de demasiada gente para su gusto, luego estaba todo el protocolo del vendaje de ojos en algunos casos, el carguen, apunten, fuego, el tiro de gracia a cargo del jefe de pelotón… mucha parafernalia para un mismo objetivo, llegado el caso él era más partidario del sistema individual, reo de rodillas, tiro en la nuca y a otra cosa mariposa, había que economizar munición.


Un método cómodo, rápido y limpio era el garrote vil, no requería grandes preparativos ni instalaciones especiales; con un giro brusco de la palanca el pivote rompía el espinazo del reo a nivel del cuello en lo duraba un parpadeo, este volaba al paraíso sin tiempo para quejarse y en la sala donde se llevaba a cabo el acto, todo quedaba listo para el siguiente candidato en un visto y no visto.

La lapidación no era un método agradable a la vista, practicada sin reparos en países islámicos era un tormento prolongado de los que no gustaban a Aniceto; la víctima casi siempre mujer, era enterrada en el suelo hasta los hombros de forma que no pudiera protegerse con los brazos, un numeroso grupo de voluntarios, a veces supuestamente mancillados en su honor, le lanzaban piedras hasta acabar con su vida, si esta tenía suerte perdía el conocimiento mucho antes del piedrazo mortal.


Así pues la capucha familiar siempre acompañó a Aniceto, se había convertido en un talismán de su buen hacer y sin ella se sentía desnudo e inseguro; en su historia como verdugo había visto y practicado de todo pero nada había tan sublime y poético como morir de amor devorando un paquete de pañuelos de papel, Aniceto en el fondo era un romántico empedernido.

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