Navegando a través de los videos de Youtube estaba una tarde
de estas, pasadas ya las Fallas y con el punto de mira puesto en las próximas
fiestas de semana santa, cuando a mi mente llegaban imágenes de tierras lejanas
con sus sonidos de frescura y sus olores a mar en calma; aquellas lagunas de aguas
turquesas abrazaban un terrón de tierra volcánica cuyas verdes laderas
rebosaban de vegetación, sus picos como atalayas imposibles, vigilaban el arrecife y más allá de este, al
vasto océano.
Las imágenes me llevaban junto a los muelles de Papeete dejando
a mis espaldas, la silueta dormida de una cercana Moorea; todo era un ir y
venir de embarcaciones, pequeñas y grandes, enormes cruceros vomitaban su carga
humana portadora de sonrisas e ilusión a la vista del paraíso que se abría ante
ella durante los próximos días. El boulevard Pomaré separaba las aguas del
casco urbano y como una gran arteria serpenteaba sigilosa llevando vida a toda
la ciudad; hasta mí olfato llegaban los aromas del próximo Parc de Bougainville,
donde el rumor de sus árboles y palmeras mecidos por la suave brisa de la
mañana, parecían darme la bienvenida.
Cruzo la calle y me planto a las puertas del hotel donde en
un pasado no muy lejano, Anselmo se alojó durante sus viajes por los mares del
sur, desde mi posición atisbo a una sonriente nativa detrás del mostrador que
hace las veces de recepción, enfrascada en una llamada telefónica no se percata
de mi mirada curiosa; frente a ella, las escaleras que dan paso a la parte alta
del hotel por las que tantas veces subió y bajó mi personaje. Miro hacia arriba
y puedo ver las balaustradas blancas de las habitaciones desde cuyas terrazas
se tienen espléndidas vistas de la dársena y de la isla vecina, envidio a
aquellos recién bajados del crucero.
Sigo andando y me adentro en el cogollo de la ciudad, los
truc, pequeños camioncitos de colores, van de aquí para allá repartiendo
viajeros por toda la isla, por las ventanillas puedo ver a mujeres alegres ataviadas
con vistosos sombreros de paja; continuo mi marcha y llego a las proximidades
de la catedral de Notre Dame, nada que ver con la de París, construida a
mediados del siglo XIX era uno de los últimos ejemplos de la arquitectura
colonial tahitiana con su torre del reloj, frente a sus puertas en un pequeño
jardincillo, un tocón pintado de blanco marca el kilómetro 0 de la Polinesia
Francesa; aquella plaza próxima a la explanada frente al mar estaba llena de
vida, era el centro del paraíso y por las calles adyacentes las gentes iban y
venían marcando el pulso de la capital polinesia.
Continuo un poco más y ya noto el bullicio, la actividad se
incrementa en las calles próximas de manera notable, doy la vuelta a una
esquina y frente a mi aparece el mercado de la ciudad, lugar de visita obligada
para todo foráneo recién llegado. El edificio de dos plantas alberga en sus
7.000 metros cuadrados una representación de los productos y artesanía de las
islas, hasta allí se desplazan a diario los isleños para vender sus frutas y
verduras, sus pescados y sus carnes, sus cestos, sombreros y pareos
multicolores, es un lugar para el encuentro social donde la animación permanece
asegurada gran parte del día y de la noche.
Regreso despacio sobre mis pasos y vuelvo junto al mar, de
nuevo salgo al boulevard Pomaré IV y el olor a mar llega hasta mis pulmones,
bajo los árboles voy desandando el camino hecho hasta llegar a las puertas del
Tiare Tahití, la sonriente recepcionista habla con unos clientes, parece que recién llegados por los bultos que tienen a
sus pies, sigo caminando y cruzo la calle, pronto una algarabía de sonidos me
llega desde las alturas, elevo la vista y vislumbro a cientos de pájaros
sobrevolando el cielo; pronto alcanzaré
los aledaños del Parc Bougainville y en él haré un receso, su frondosa
vegetación es el hábitat de todos esos cientos de aves que tanto a primeras
horas de la mañana como a últimas de la tarde, montan un guirigay ensordecedor.
El video acaba bruscamente y de golpe vuelvo a la realidad,
mi mente aun retiene las imágenes recientes y desde la distancia veo, huelo y
oigo aquellas tierras lejanas que me hacen volar con tan solo cerrar los ojos,
tan lejos y tan cerca; dentro de mi cabeza las distancias desaparecen y con
ellas los problemas que me rodean, ajeno a todo deambulo por una ciudad nunca
antes pisada descubriendo rincones soñados por los que otras gentes se mueven a
diario siguiendo sus vidas anónimas. Vuelvo a cerrar los ojos y le doy al play
de mi memoria, la máquina vuelve a ponerse en marcha con un destino aún por
determinar.
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