domingo, 13 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (3ª Entrega)


EL PATIO DE BUTACAS

Hacía ya un buen rato que permanecía solo junto a la palmera, el tiempo pasaba lento o al menos eso le parecía a él, no sabría calcular cuanto hacía que José se había marchado en busca del grupo pero parecía una eternidad, tampoco tenía con que distraerse salvo mirar las evoluciones de aquella masa humana que se exhibía frente a él. Era como estar solo en un gran teatro, desde su particular patio de butacas observaba la obra que se desarrollaba en el gran escenario de su horizonte cercano; miles de actores danzaban, saltaban o corrían, se abrazaban, empujaban o sonreían, y él como único espectador los miraba mientras intentaba localizar entre tanta carne anónima, una cara conocida.
 
            El sol calentaba de lo lindo, el sudor empezó a brotar de mi frente y gruesas gotas resbalaron hacia mis entornados párpados, pronto el salado fluido hizo que me escocieran los ojos los cuales a duras penas conseguí secar, la brisa cesó y el calor se hizo más sofocante, una sensación de ahogo me invadió a la vez que un pánico incontrolado se apoderó de todo mi ser; estaba solo y no sabía a quien recurrir. Busqué con la mirada a mis amigas y no vi rastro de ellas, un muro de parasoles se interponía entre ellas y yo de modo que ni por asomo nuestras miradas se cruzarían.

            La angustia aumentaba y el desamparo al que me vi expuesto hizo la situación más difícil ¿dónde demonios se habían metido esas tías? Me habían dejado allí olvidado e inmóvil, atado como un perro a la palmera. La sed hizo acto de presencia, no recordaba la última vez que había bebido pero tenía la boca seca, era incapaz de segregar saliva y comencé a obsesionarme ¿serían capaces de no acercarse a ver como estaba? Las muy zorras se habían olvidado de mi, no podía creerlo pero allí estaba yo, solo, inmóvil y varado en la arena como los restos de un naufragio en una isla desierta.

         Seguían pasando los minutos y ni rastro de ellos, mi mirada se fijó en la nevera azul a escasos metros de mi silla, allí, cubierta por unas bolsas junto a la hamaca reposaban botellas de agua y un sinfín de refrescos, mi  boca deseaba sentir la fresca sensación del líquido corriendo a través de la  garganta, debía reponer los fluidos que el astro sol me estaba robando en aquel desierto estival pero ¿que podía hacer? Era incapaz de mover un ápice mi cuerpo, cualquier esfuerzo en ese sentido era una quimera y tan solo acabaría con mis escasas energías. Debía evitar pensar en aquel almacén de ricos fluidos, tan cerca y a la vez tan lejanos a mí, tenía que entretener la mente con historias que me alejaran de allí y me hicieran olvidar mi crítica situación, así que estrujé mis sesos buscando un momento agradable en mi recuerdo.

* * * * *

Tardó en encontrar un fragmento de su vida pasada que le diera un cierto sosiego, su mente volvió a los años de su niñez, al pueblo donde vivía; ocupaba la parte más profunda de un fértil valle donde casi todo el mundo se dedicaba a la agricultura, en una de sus laderas había muchos campos de olivos y entre sus árboles jugaba muchas veces con sus amigos. Recordaba con nostalgia las tardes de primavera en las que junto a su abuelo, bajaban al río a pescar, muchas veces no cogían nada pero él disfrutaba con las historias que le contaba el abuelo las cuales bailaban entre lo ficticio y lo real; el abuelo había estado de joven en una guerra, no sabía cual pero recordaba haber visto en un arcón del granero, su viejo uniforme y un sable medio oxidado.

Nunca había salido del pueblo pero allí era feliz, la familia estaba unida y todos, familiares y vecinos, ayudaban a todos; recordaba la época de siembra ayudando a sus tíos y hermanos mayores, aquellas tareas eran un juego para él y las disfrutaba en contacto con la naturaleza, cuando llegaba la primavera el valle cobraba vida, el deshielo de las nieves nutría de aguas cristalinas el caudal del río que por aquellos meses se volvía caudaloso y salvaje. Fueron buenos tiempos los de su infancia, despreocupados y alegres, rodeado de sus seres queridos y con un montón de amigos que como él, tampoco habían visto mundo; años más tarde al dejar el ejército, quiso viajar, el pueblo ya se le quedaba pequeño y movido por los rumores de unos y de otros, buscó fortuna en España.

* * * * *

Respiró hondo y volvió a fijar la mirada en la playa, o donde se suponía que estaba pues la visión directa quedaba interrumpida por el nefasto bosque de parasoles, nada a la vista, seguía sin señales de su gente, algo debía haberles pasado para que no aparecieran pero ¿a todos? Sin querer volvió a fijar su vista en la ansiada nevera azul, lo que trajo a su cabeza nuevamente una sed desesperante, por unos minutos había conseguido alejar de sus pensamientos el negado deseo pero ahí estaba de nuevo y esta vez con más fuerza. No sabía cuanto más podría aguantar sin beber pues a su escasez de líquido había que añadir la furia del sol abrasador, estaba en lo más alto y sus rayos herían con mayor precisión su malograda carne inerte; también era fastidio que nadie se acercara por allí, iban y venían pero mantenían la distancia justa para pasar inadvertido, ignorado, ajeno a toda aquella muchedumbre semidesnuda.

Empezó a pensar en la mala hora en la que decidió acompañarlos ¿Qué hacía él, enemigo acérrimo del sol, en una playa cuyas orillas estaban cubiertas de pieles bronceadas? Con su precaria movilidad ¿Qué hacía él anclado en aquel mar de arenas blancas? Él que precisaba de ayuda para todo, ahora se veía desvalido y olvidado por quienes hasta allí le habían llevado para pasar lo que debía ser, una alegre mañana de playa; esos mismos que probablemente estarían retozando entre las olas, se habían desprendido de él como quien tira los restos de un almuerzo a la papelera. Y allí estaba, amenazado por los elementos, viviendo su angustia en la más absoluta soledad y rodeado por miles de cuerpos anónimos para los que no existía.


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